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LAS HISTORIAS DE QENA

Feliz Navidad mama

Feliz Navidad mama

La sangre casi no la dejaba ver por su ojo izquierdo; la brutalidad de la paliza la había aturdido, y, muy a su pesar, aún vivía la pesadilla que comenzara horas atrás, ya no sentía dolor en el vientre y todo le pareció de pronto un sueño.

 

Recordó entonces el hijo que llevaba dentro, trató de suplicar una vez más, pero ya no pudo articular palabras, los labios le pesaban y sentía que sus propios dientes, rotos, entre su lengua. Dirigió entonces su mano hasta donde creyó, que encontraría su preciado bulto de 7 meses,...solo una masa sanguinolenta fue la respuesta de su cruel realidad. Desgarró la noche, con un grito de horror y odio que surgió desde su alma, me estremecí y por un momento cruzó mi cabeza la idea de huir del lugar de mi crimen; arrepentirme, era inútil y recobré el brillo de mis ojos que seguramente parecían los del más despiadado demente. La luz de la luna me inundó de locura al contemplar mi obra.

 

Quise contemplar su muerte con serenidad, después de todo era una noche de paz, y me detuve frente a ella, la miré mientras trataba de imaginar su dolor, me excitó la idea de que meciera a su feto destrozado entre sus brazos.

 

Dudé por un momento y entre acabar de una vez con su sufrimiento o dejarla agonizar hasta que muriera sola, supe que ella hubiese preferido lo primero, así que no la toqué.

 

Hacía frío y decidí irme, me abrigue con mi abrigo ensangrentado y di media vuelta sin mirar atrás donde yacía mi madre y a mi hermano destrozado,.. me mantuve de pié, estático. El canto lejano de un villancico navideño me hizo  sonreír...encendí un cigarrillo. Con la mirada al frente y mientras comenzaba a caminar, musite:

 "- Feliz Navidad”.  

 

Mi padre

Mi padre

No sé por qué en noches como ésta recuerdo tanto a mi padre. Será porque cuando bebo lo suficiente siempre llega un momento en que el alcohol es capaz de ahogar la voz de la desesperación. Y entonces los recuerdos surgen con fuerza dentro de mí, como una riada que viniera a ocupar el hueco que ella deja en mi alma al marcharse. Al otro lado de la ventana, el viento aúlla enloquecido entre las ramas desnudas de los árboles.

Vuelvo a perderme entre los recuerdos sobre la jarra de cerveza. Nunca me ha gustado el alcohol. Pero últimamente me veo obligada a buscar su refugio cada vez más a menudo. Contemplo mi rostro reflejado en el oscuro líquido de la jarra y le veo a él. En realidad, nunca estuve seguro de que fuera mi padre. Cuando le preguntaba, siempre me miraba con los ojos llenos de risa y me decía: "Todos somos hijos de Dios. Así que en el fondo no puedo ser tu padre, sino tu hermano". Y rompía a reír a carcajadas, con esa risa suya generosa y lujuriante, como si la vida fuese un regalo entre sus manos y nuestro largo deambular sin rumbo, un paseo bajo las estrellas en primavera...

Un borracho tropieza con mi mesa. Levanto la vista y la capucha se desplaza un poco, dejando escapar un reflejo dorado. Veo cómo sus pupilas se dilatan y cómo el terror más absoluto asoma sus facciones. La taberna se ha quedado en silencio: docenas de ojos nos contemplan, esperando y temiendo a la vez el desenlace. No merece la pena. Nada merece ya la pena, en realidad. El borracho se retira balbuceando disculpas. Bajo la mirada, ignorándole y poco a poco, a mi alrededor, vuelven a alzarse las conversaciones como el canto de pájaros asustados tras la tormenta.

La jarra esta vacía. Hago un gesto al tabernero, que se acerca servilmente a rellenarla. Todo esta cerveza debería matarme. Pero la diosa sabe cuidar de los suyos: el mismo poder que sometió a los campesinos mantendrá limpia mi sangre. Mañana no tendré resaca... y cuando la diosa vuelva, ni siquiera los recuerdos continuarán acosándome demasiado tiempo...

Nunca llegó a explicarme por qué abandonamos el monasterio. Una tarde de lluvia, debajo de una lona empapada, me contó una hermosa historia acerca de un mundo muy lejano en el espacio y en el tiempo. Un mundo en el que hacía viajar las almas de los hombres entre las estrellas, y su poder proporcionaba luz y calor a las casas de sus fieles, guardianes y custodios de aquellos que habían perdido el favor de la diosa. Me habló también de cómo un día se rompió el puente por el que viajaban las almas. Y del modo en que fuimos abandonados en este árido planeta, solamente con el ojo de la diosa como único consuelo. Su voz era triste, tan triste como la lluvia que se filtraba entre las rendijas de la lona, cuando contó cómo los elegidos tuvieron que levantar los negros muros de los monasterios para protegerse de la ira de los condenados. Y de la desolada zona que los rodeaban, cubierta por los huesos blanqueados de todos aquellos que osaron desafiar el poder de la diosa para enfrentarse a los que viven protegidos bajo su manto.

Yo no recuerdo nada de todo eso. Solo un patio de piedra gris, cubierto de hierba, donde jugaba con otros niños como yo. Y una noche en que la tierra tembló y todo pareció desplomarse a mi alrededor. Y los largos años en los caminos, siempre andando por los solitarios senderos cubiertos de polvo de esta tierra inmisericorde...

Una prostituta me hace un guiño insinuante desde la barra. Durante un instante, nuestras miradas se cruzan y veo una profunda compasión reflejada en ellos. Muchas veces yo también siento pena de mí mismo. De la incomprensión que me rodea. Del temor a mi poder, y al poder que represento. Supongo que mi padre también acabó por sentir esa soledad perforándole las entrañas. Cientos de veces le he preguntado a la diosa qué sucedió esa tarde, pero ella nunca ha querido contestarme, aunque sé que conocía hasta el último pensamiento de mi padre, igual que ahora conoce los míos. En ocasiones, parece solo una mujer muy sola y muy asustada que está muy lejos de casa. Pero después siempre acaba por emerger la diosa de mirada de fuego y puño inhumano. Y uno sólo puede doblegarse a su voluntad y seguir ciegamente sus designios...

Siempre he pensado que mi padre quería morir. El modo en que se enfrentó a aquellos jinetes fue de una arrogancia extrema. No eran inocentes campesinos, sino mercenarios al servicio de uno de los señores de la guerra. Y absolutamente todo era mortal en sus gestos. Creo que en el fondo nunca pensó que alguien pudiera oponerse al poder que representaba. Pero ellos lo hicieron. Recuerdo la escena perfectamente. El sudor de los caballos, las botas de los jinetes cubiertas por el polvo y a mi padre, con su capa oscura, desafíante. De repente, sonó un disparo. Fue como si el tiempo se detuviese. Durante un segundo, una expresión de absoluta sorpresa apareció en su rostro. Después, vi cómo la muerte cerraba sus ojos. Cayó al suelo, como a cámara lenta. Y antes de que el polvo levantado por su cuerpo se hubiera asentado, todos los jinetes habían muerto. No tuvieron una muerte agradable, fue como si su cuerpo se disolviese desde dentro. En unos segundos las ropas quedaron fláccidas, vacías. Y unos charcos inmundos, agitados por unos estertores malsanos, fue lo único que quedó del grupo atacante. Volvió a correr el tiempo. Las monturas recularon, nerviosas. Y yo no podía dejar de mirar a mi padre, negándome a creer que había muerto. Entonces, la luz cambió. El ojo de la diosa levantó su párpado, y un resplandor verde, iluminó el paisaje. Hice lo que tenía que hacer. Mi padre me lo había contado cientos de veces, así que cuando llegó el momento no vacilé. La diosa jamás consentiría que uno de sus símbolos de poder, la diadema que siempre vestía padre, quedase abandonado sobre el camino: antes volatilizaría toda la zona para destruirla. Apenas tenía unos segundos para actuar. Así que llegué a su lado y la recogí, que tras la muerte se había desprendido dejando una marca sangrienta sobre su frente. No lo pensé, sólo la cogí y me la puse. Cuántas veces he tenido ocasión de arrepentirme de ese gesto… Un dolor cegador inundo mi mente. Perdí el sentido. Y desde ese día, las voces de la diosa y las de los que la sirven no me han abandonado jamás. Nunca más volví a estar solo. Nunca antes había sentido tanto la soledad. Una lágrima lenta resbala por mi mejilla y cae sobre la madera de la mesa. Padre, padre... cuánto te echo de menos...


La cena

La cena

El agua corría entre sus manos, mezclándose también con las presas de pollo, que serían la base del plato que había pensado para compartir con su marido y sus hijos esa noche. Trozo a trozo les iba quitando toda la piel y grasa. Los secó cuidadosamente y los acomodó en una fuente. Tenía mucho tiempo para pensar, mientras paso a paso iba cumpliendo al mínimo detalle con las indicaciones del recetario - regalo de su madre.


Junto con los deshechos del pollo, aún en la pileta, se iban acumulando los restos del medio kilo de cebollas de verdeo. Ya limpias y cortaditas, las colocó en otro recipiente cerca del pollo.


Eran cuatro las comidas que le vinieron a la mente. Las puso en orden, no sabía si por lo importante de las mismas o por los sentimientos que ellas despertaban.


A su abuela paterna la recordaba transpirando en la cocina, en vísperas de Noche Buena, preparando el manjar que para ellos quince representaba: “Las berenjenas rellenas”. Siempre se quejaban, después de haberlas comido con mucho gusto, que no era un plato adecuado para esa fecha.


Con los recuerdos pujando por salir, abrió la alacena para sacar la sal y la pimienta, que servirían de adobo al pollo. Colocó aceite en la cacerola y doró al descuartizado animal. Mientras lo hacía, veía a su abuela materna amasando con toda la fuerzas de sus manos lo que sería el plato principal del 25 día de Navidad y cumpleaños de su hermana, ravioles caseros, para los mismos siete comensales de cada año.


Luego de dorado el pollo y vuelto a poner en la fuente, colocó el medio pan de manteca, sin lavar la cacerola, esperó a que se derritiera y agregó las cebollas con una taza de agua, otra de vino blanco seco y medio cubito de caldo de verduras. Viendo como esa mezcla iba queriendo tomar hervor, llegó con un recuerdo: su tía abuela, Rosaura, reuniéndolos todos los 31 de Diciembre a sus ocho hermanos, sus cuñados, hijos y nietos. Eran unas cincuenta personas. Qué fiestas! El tía abuela pasaba todo el año preparando tarro a tarro lo que serían esas inolvidables entradas: alcauciles, champiñones, morrones, escabeches.

 Qué delicias!


Cuando volvió al presente, ya el hervor había dejado sus huellas sobre la cocina; con sumo cuidado introdujo el pollo en la cacerola. En la pileta ya se iban sumando las cáscaras de un kilo de patatas, que acompañarían al oliente “Pollo al estragón”.

Cortándolas en pequeños cuadraditos, quedaron preparadas para crujir en aceite. Esperando que esto suceda, llegó a su mente la vieja casa reformada de la Charpona, donde vivía su bisabuela. Como era ella y sus costumbres: fría y callada, así era la comida del primero de Enero. Mesas bien puestas, vajilla finísima, a la cual sostenían con todo cuidado. Uno a uno iban llegando los veinte de ese día. Todos tan callados y fríos. La comida era buena y sabrosa, pero en el plato se perdía. No le molestaba ese clima, era la calma que llegaba después de la fiesta del 31. Era como para ir poniéndolos en clima de que las cuatro reuniones iban llegando a su fin y volvía la rutina de los restantes 361 días.


Con las patatas ya doras y el pollo bien cocido, desocupó el fregadero y puso la mesa. Llamó a los chicos y a su marido y disfrutaron de la cena. Ella lo hizo con una nostálgica sonrisa.



 

Cuando el amanecer llega

Cuando el amanecer llega

Oigo millones de voces gritar mi nombre y mientras arranco mi carne, siento ganas de morir nuevamente, sumergirme en la no presencia, la tranquilidad eterna.

 

De noche salgo renacido del reposo en mi refugio, entre negras sombras confundida, acechando a través de la oscuridad el nuevo y dulce olor a sangre.

 

Descubro emisiones de líquidos que confundo entre deseos y realidad y para evitarlo, reanudo una noche más el ritual, proceso que me permite sentir de nuevo confianza en mí misma, acrecentar mi capacidad de decisión hacia una víctima que me asegure la vida, al menos durante un día más.

 

Tras finalizar el culto a los seres ancestrales del más allá y beber de la copa sagrada me lanzo en vuelo, una noche más.

 

En el amparo del alborada tu esperas mi llegada, víctima de mi sed, me aguardas. Puedo oler tu sangre desde mi turbado vuelo, deseo amarte solamente, pero la calidez de tu néctar me abruma, me retuerce, me hace sentir el temor en mis venas, tu cuerpo ardiente para una época de decadencia.

 

Siento ganas de morir, es más mi cuerpo ya carece de vida, pues peor que la muerte humana, la mía es cruenta, puesto que bebo la sangre, la vida de las que mueren por mí, mi tiranía es de naturaleza egoísta al poseer como necesidad vital el exterminar la vida de los demás.

 

Y llegando a tu habitación, convertida en figura fantasmagórica, te miro, tú, cuerpo desnudo ante mi. Esperando en vela mi sádico capricho, me invitas a que me adentre en tu morada, porque tú ya sabías que vendría por ti, esta noche.

 

Al ver tu mirada y gestos decididos, tiemblo sin saber si es de miedo o de frío. En tus ojos leo el terror que te inspiro, pero sé que te atrae el sutil maleficio de apagar mi sed con tu vida y de sentir en tu cuello mi boca de cristal.

 

Taciturnas luces de lámpara me confunden de nuevo entre las sombras, decido despojarme de mis atuendos oscuros para poder mostrarte mi interior, con el afán de conquistar antes que tu cuerpo tu alma. Pero el experimento contigo no parece funcionar, en vez de compasión tu cuerpo comienza a temblar de horror.

 

—No, no me ofrezcas tus últimos alientos, aún queda mucho por decidir, la noche nos entera con esa enorme luna llena, tranquilo, pronto te mostraré el camino hacia el amor, hacia la eternidad.

 

Me arrodillo frente a tu cama y acaricio tus cabellos. Levanto mis manos alrededor de tu cuello y me excito al observar como el estremecimiento de placer te ha hechizado, tu dermis se me muestra suave, limpia, al unir tu piel con la mía.

 

Sorprendida oigo de tu boca amargas palabras.

 

—Créeme, no es tal sacrificio —dices sonriendo amargamente.

 

Me excito cuando mis labios buscas pleno de deseo y me besas como ningún vivo lo había hecho antes, ¿Quién es aquí la víctima? ¿No eres ya un ser de mi especie?

 

Dulcemente tumbado sobre el lecho te despojas de tus ropajes.

 

Con mirada enternecedora te me ofreces, sé que lo deseas. Y tus pectorales fríos, los siento en mi boca que ha enmudecido, encandilada. Siento deseo de morderlos y dar paso al acto iniciativo de absorción, pero, es pronto aún…

 

—En tus manos está mi destino, toma mi sangre para tu cuerpo divino, por ti moriré en amor rendido— me dices entre gemidos. Y mientras me abrazas con fuerza, siento el calor del líquido que anhelo en tus venas. Tu amor me turba, caen lágrimas rojas de mis ojos confusos.

 

—¿Querrás tú ser mi compañero de desvelos? No... mi amado, sé que es demasiado egoísta ofrecerte tal capricho, los sufrimientos son muchos ¡Oh! Me maldigo por haberte descubierto oportunidad tan oscura y abismal.

 

—No, no... déjame hablar sé que atisbas una realidad nueva, lo veo en tu mirada lánguida y alicaída, y yo puedo proporcionártela, sé que podré cumplir tus deseos y hacer de tu existencia un símbolo de todo significado. Déjame ayudarte y verás cómo tu mundo adquiere un nuevo sentido. Mi amor por ti sobrepasa las fronteras de lo posiblemente humano, de lo conocido...

 

—Calla, no hables más, no conoces mis martirios, estás hipnotizado por el delirio del placer ¿no recuerdas lo ocurrido cuando te mostré mi pasado? No permitiré que tú formes parte de mi pesadilla, no mereces tal castigo. Tal vez ya sepas demasiado.

 

—No, aún quiero saber más, antes no conocía el placer que puedo alcanzar, tú me lo has descubierto y me siento en deuda contigo...

 

—¡Oh! Eres tan hermoso que me deslumbras, pero creo que ya es tarde...— sin poder evitarlo, clavo mis fauces en su cuello, sus brazos rodean mi espalda, te tiendes sobre el lecho, cayendo mi cuerpo sobre el tuyo. Y al notar tu sangre recorriendo mi garganta, succiono con energía y caigo a tus pies aún cálidos, y vuelvo a ver la luz que se apodera de mi, la luz que me hace ser vampiro, y sin perder fuerza, mientras tu vida bebo, me introduzco en ti como nunca nadie lo hizo antes, aportando los más sublimes placeres a tu cuerpo, ahora mío.

 

Cae mi rostro sobre tu herida mortal, manchando mi mejilla. Levanto mi mirada y te veo desfallecido, solo un hilo sostiene tu vida que escapa con sigilo.

 

Acaricio tu rostro ensangrentado, veo tus ojos brillantes. Desgarro mi cuello con mis uñas, me miras cansado, esperando que las tinieblas te cubran con su mortal capa.

 

Deseo dejar de existir, quiero morir, mas el dolor me convulsiona la cordura. En un momento de locura te doy de beber mi sangre de vampiro y te aferras a mi cuello como un animal hambriento. Jadeas sediento de muerte.

 

Te aparto suavemente y te acuno entre mis brazos. Ahora eres tú quien ha nacido tras morir. Sonríes.

 

Te cojo de la mano, la luz de la amanecer advierte que nuestro enemigo llega, me miras sin comprender.

 

Ya es tarde.

 

La muerte has elegido, la luz del sol, nuestro peor adversario, con su haz cálido nos cubre. Nos quema el dorso, nuestras carnes se caen como cieno fundido y de dolor lanzas tu último alarido, pero antes nos fundimos en un largo y eterno beso, mientras nuestros cuerpos se deshacen.

 

Morimos el uno con el otro y solo las cenizas queda de nuestras carnes, cenizas que acompañan al viento en su vuelo, hasta la profundidad del océano.

 

Tal vez en algún lugar, alguien rece por nosotros, tal vez, sólo tal vez, alguien pueda perdonarme.

         

El viejo de barba blanca

El viejo de barba blanca

Aquel lugar parecía una bella postal Navideña. Desde lejos se veía una enorme alfombra blanca cubriendo todo el pueblo. Los primeros rayos de sol le daban un brillo mágico.

 

La tormenta había comenzado en la madrugada y aquel 25 de Diciembre había amanecido nevado. Aquel anciano dibujaba una sonrisa, mezcla de alegría y satisfacción por el trabajo que había realizado la noche anterior.

 

El vivía solo en una pequeña casa situada cerca de las montañas,. Sus hijos residían en la ciudad, a pocas horas de allí. Esa noche vendrían a visitarlo con sus esposas e hijos para cenar con él e intercambiar regalos.

 

Después de enviudar y se jubilarse de cartero, decidió que no quería vivir en ninguna gran ciudad, de esas donde impera el bullicio y el stress. Prefirió la calma, la soledad, el aire fresco y el aire puro de las montañas. Tenía un compañero fiel, su perro perdiguero, muy inteligente, llamado Cartucho que lo acompañaba a todos lados.

 

Los habitantes de aquel lugar no lo conocían bien, sin embargo, como salía bastante y vivía solo lo llamaban “el viejo de la barba blanca”. Esto no lo molestaba en lo más mínimo, a veces se reía de las ocurrencias de la gente.

 

Desde las viejas ventanas de su casa podía apreciar el encanto de aquel lago azul. En verano veía la gente pescar, algunos nadaban y remaban allí. En invierno cuando se congelaba el lago, los niños y jóvenes jugaban allí; sus risas y bullicios se confundían con los ruidos de los animales, se oían hasta su cabaña, le gustaba oír la risa de los niños.

 

Aquella Navidad no era distintas a otras, como el lago estaba congelado los niños aprovecharon para estrenar sus nuevos juguetes navideños; unos patinaban felices y los demás jugaban con sus trineos deslizándose rápidamente por las laderas.

 

Procuraba pasar una día de reposo, viendo televisión y oyendo música de Navidad en su antiguo tocadiscos: “La canción del tamborilero” Aquella canción de Raphael le gustaba mucho.

 

Unos ladridos fuertes lo despertaron de sus pensamientos, Cartucho parecía asustado, un pánico lo sacudió; pensaba que se trataba de algún alud o algo parecido. Se asomó otra vez por una de las ventanas y vio como los niños salían del lago. Enseguida se imagino que el hielo se estaba rajando.

 

Corrió tan rápido como pudo, llevando consigo una soga gruesa para ayudar por si había alguno dentro del agua. Cuando lo vieron venir, algunos niños empezaron a gritar asustados, pero él no les hizo caso y prosiguió a salvar al pequeño niño que estaba en la parte del lago que se había agrietado.

 

A los pocos segundos ya lo tenia fuera de aquella agua congelada, sano y salvo El niño emocionado y asustado le regaló una gran sonrisa...., aquel viejo señor de barbas blancas le pareció Santa Claus, sus amigos también pensaron lo mismo, todos lo aplaudieron y le agradecieron lo que había hecho.

 

Desde aquella Navidad todos lo conocen como el Santa, pocos conocen su verdadero oficio; todos creen que se la pasa descansando. Sólo su fiel perro Cartucho sabe bien que se la pasa trabajando en su taller y contestado cartas.

  

Tras la puerta

Tras la puerta

Una puerta al abrirse puede separar dos vidas, como sucedió con mis calcetines. Era una mañana nublada, en una habitación de hotel, la ventana daba a una calle en obras, con todos las entrañas fuera., intentando ajustarse a su nueva distribución. Seria alrededor de las nueve de las mañana y me urgía vestirme. Y surgió la duda, poder dar con su paradero. Sabía que tenía que estar en la habitación. Era una labor de eliminación, debajo o encima de la cama, detrás de la puerta, tras la pantalla de la televisión, detrás de la silla, mi cabeza no daba crédito. ¿Dónde podría estar?
Curioso. El otro se queda al otro lado. Por ello, al no encontrarle comienzas a andar, crees haberlo perdido, cuando en realidad se ha quedado atrapado, atrapado o parado sin ver hacia donde te diriges y piensas que te ha abandonado y que te ha dejado sola.

Pero no es así, la puerta al abrirse le ha empujado hacia la pared.
Solo si te paras, buscas y logras encontrarle detrás de esa puerta te darás cuenta que podrías continuar el camino junto a el. Juntos como hasta ese momento, viendo con dos ojos los detalles del camino.

En cambio, si no lo sabes buscar, si no te paras a creer que ha quedado atrapado, comienzas a andar el camino solo, mirando hacia atrás, pero perdiéndote la belleza del camino


Ella

Ella

Pasaban de las once de la mañana, cuando la puerta de mi pequeño restaurante, se asomó el rostro de aquella mujer que más tarde escenificaría el suceso del cual no pude hacer nada para evitarlo. Mirando cuidadosamente todo el salón, daba la impresión de buscar a la persona con quien quedó de encontrarse, pero unos minutos después, pude comprobar, que trataba de acomodarse en una mesa que le permitiera mirar hacia un lugar específico.

Tomaso, era un viejo que iba desde que el primer dueño fundó ese lugar. El octogenario leía su periódico todos los días, cubriéndose la cara por largo tiempo concentrado en su lectura, parecía no advertir la llegada de aquella mujer. Quise esperar a que ella tomara su tiempo, mientras se ubicaba en la mesa que le quedaba frene a la del anciano, mirando hacia la calle a través del cristal.

Era una mañana de pocos clientes. Las primeras dos horas, y a partir de las cuatro de la tarde, eran los mejores momentos del restaurante. Mi sobrino Antonio, alternaba el tiempo libre de su trabajo, cuando el cocinero lo necesitaba, ahí estaba, su eficacia se extendía desde preparar las verduras, hasta ayudar a Choni (la camarera) a dar órdenes. Era un muchacho alegre, su delgadez y su estatura le proporcionaban cierto atractivo, sus ojos claros y su sonrisa, parecía combinarla con su altivez, sabía en su interior lo que tenía, su piel bronceada salpicada de pecas llamaba la atención de las muchachas. Quería mucho a mi sobrino, aunque tuvimos una larga discusión esa mañana, por haber llegado al amanecer.

Durante varios días me dio por observar su comportamiento, algunos cambios en su conducta me inquietaban, frecuentaba ciertos amigos que no me convencían del todo, su juventud precipitaba sus actos, a sus veinte años veía mis consejos como represalias. Al manifestarle que su madre estaba muy preocupada, porque no durmió en la casa, me dijo que ya era un hombre y que lo dejara tranquilo, nunca me había hablado así, su rebeldía era parte de la camarilla con que se juntaba. Pero cuando realmente me sacó de mis casillas, fue cuando escuche una conversación por teléfono con uno de esos amigos. Con una vanidad desmedida, le contaba su desbordante noche de sexo con una prostituta, se notaba su orgullo desmesurado al exhibir su nueva faceta de macho insensible, le decía que no le había dado ni un euro, y que era de las caras, de esas que andan con todo elegante, y que les ponen buen precio a su cuerpo. Cuando colgó, tuvimos una larga discusión, fue tan acalorada, que mi enojo me provocó palpitaciones, por lo que pensé tomarlo con más calma. Le dije que se fuera a su trabajo. Unos meses antes, él mismo me pidió que lo recomendara en la tienda de calzados que quedaba al frente, el dueño era un árabe, mantenía muy buenas relaciones con todos los comerciantes del bloque, en un buen gesto le acomodó el horario para que pudiera ayudarme.

Precisamente pensaba en mi sobrino cuando entró esa mujer. Choni no estaba, le había dado permiso para comprar un regalo de cumpleaños a su hija, por lo que en ese momento yo estaba de camarero.

-¿La puedo ayudar?- le dije con cortesía

-Un café por favor- contestó a media sonrisa.

-¿Algo más?- pregunté, tratando de complacerla.

-Por ahora si, luego veré el menú- dijo -¿puedo fumar? Añadió.

-Por supuesto- le dije, mientras caminaba a buscar lo pedido.

Le serví el café, y entre cuenta y cuenta la miraba como dejaba caer el azúcar lentamente hasta endulzar a su gusto, luego removía la bebida con la pequeña cuchara, se le veía pensativa, de vez en cuando se notaba cierto grado de impaciencia, se esforzaba por controlarse, pero no pudo evitar derramar el líquido en el pequeño plato. Luego encendió el cigarrillo, inhalando el humo con placer, dejando expandir el humo en dirección al cristal, lo colocó en el cenicero, moviendo la silla hacia atrás con cierta delicadeza. En ese momento fijé mi vista en las facturas, pensaba que ella me había sorprendido mirándola. Un sonido seco de unos pasos que rechinaban en el piso de granito, se acercaba cada vez más. Cuando decidí mirar ya estaba frente a mí. Pude notar unos ojos cansados, seguro de una mala noche, por su vestimenta no parecía venir de su casa, una noche de rumba sin un final feliz, fue la impresión que me causó. De sus labios surgió la pregunta que pudo haber sido el motivo por el cual entró a tomar el café, pero mi experiencia no me sirvió en esa ocasión, buscaba algo más.

-¿Puedo pasar al baño?- preguntó, con voz un poco apagada.

-Al final a la derecha- le dije.

Mientras iba por el estrecho pasillo, pude ver con exactitud su bien formada figura, su vestido negro, apretado al cuerpo, sus piernas, de piel clara y limpia, zapatos negros, de tacos altos, hacían que con sus movimientos se viera más voluptuosa. El perfume de Boucheron que se adhería a un sudor seco, confirmaba mi conjetura. Al regresar del baño, el cambio fue notable, su pelo negro mejor arreglado, el maquillaje magistralmente renovado, el carmín en sus carnosos labios acentuó su sensualidad, sus ojos negros estaban más despiertos, me preguntaba si la frescura que irradiaba su cara era producto de un baño de agua fría. El cambio le hizo tener más confianza.

-Es muy limpio este lugar- me dijo.

-Gracias-

Miraba el suelo, como si pasara inspección, observó las mesas vacías con sus manteles blancos, luego fijó su vista hacia la calle mientras caminaba a sentarse. Le llamó la atención la flor que estaba colocada en el pequeño envase, tomándola en sus manos y comprobando que era artificial. En ese instante, vio que salía una persona de la tienda de zapatos. Desde mi posición, no podía mirar quien era, fingí que iba a preguntarle algo al viejo para tomar mejor ángulo, estaba alguien parado en la puerta de la tienda, camisa blanca corbata negra, todos los empleados del árabe vestían de esa manera.

Mientras conversaba cualquier cosa con Tomaso, me ponía mis gafas, pude ver bien su cara, era mi sobrino, venía en dirección al restaurante, pero procuró mirar por el cristal, eso lo hacía con frecuencia, para ver si yo necesitaba ayuda. La mujer se acercó más al vidrio, yo estaba casi detrás de ella, podía ver perfectamente como empalidecía el rostro de Antonio cuando ambas miradas se cruzaron. Pensé por un momento que iba a volverse, pero caminó hacia la esquina y dobló fingiendo buscar algo.

Como si perdiera la calma y decidiera luchar contra el tiempo, la mujer pidió la cuenta. Cuando procedía a darle la vuelta, en un acto de impaciencia se paró delante de la caja, dio las gracias y salió precipitadamente, pude caer en cuenta cuando me acerqué al cristal, al verla cruzar la calle y doblar la misma esquina por donde iba Antonio.

Unos pensamientos que trataba de evitar insistían en atormentarme. Tomaso se había despedido alegando que tenía una cita con el médico, pasaron unos minutos, cuando iba camino de la cocina para decirle al cocinero que atendiera el negocio por un momento, la puerta se abrió nuevamente, el anciano regresaba, intentaba decirme algo, pero no podía, le pregunté que le sucedía, el pánico se apoderaba de su rostro envejecido, sus ojos desorbitados me anunciaban el preámbulo de la mala noticia, hasta que pudo hablar.

-En la esquina, tu sobrino está tendido en el pavimento, con una puñalada en la espalda- dijo con voz triste y temblorosa.

Mi impotencia me inmovilizó, con un impulso casi mecánico, pude mirar hacia la mesa donde estaba esa mujer, la flor artificial volteada en su envase sobre el blanco mantel, el cigarrillo apagado en el cenicero, la taza de café que aún no estaba recogida, t que en su borde se veía pintado el carmín de sus labios, dejando el recuerdo de su espera.






Recuerdo

Recuerdo

- Venga, el ultimo cachito....- le digo a Mario sosteniendo el tenedor a dos centímetros escasos de su boca. Pero sus labios esta cerrados, y sus ojos me miran juguetones y a la vez desafiantes, dando a entender que ya no le engaño mas por hoy.

- Si te lo comes, te vienes conmigo a sacar a Thor.
 El labrador mueve apresuradamente la cola al oír su nombre, golpeando el suelo como diciendo “aquí estoy yo”. Está contento, no solo, porque se acercaba la hora de su paseo nocturno, sino también porque presiente que hoy, su rutinaria cena de pienso, será alegrada con algunos restos de carne. Consigo que mi hijo abra la boca una vez mas mientras pienso que tendré que inventarme algo, si pretendo que se termine el plato. ¿Cuándo vendrá la madre?, me digo. Ya debería estar aquí. Ella no tiene problema alguno a la hora de las comidas. Donde esté una madre....

Una madre... me viene a la cabeza la mía. Años atrás, en una cocina muy diferente de esta, con muchas menos comodidades. Por aquel entonces mi madre no tenía una trona de madera para darme de comer, ni microondas donde calentar la cena. Los muebles no brillaban tanto, eran de mampostería blanca, bastante gastados y de ellos colgaban unas cortinas de cuadros amarillos que hacían la vez de puertas. La ventana tenia postigos que crujían azotados por el viento y yo me dormía cada noche escuchándolos. Las baldosas, irregulares, conformaban la pista ideal para mis carreras de chapas y el campo de batalla de mis soldados de plomo. Recuerdo a mi madre guapa. Tenia un cabello negro precioso, ondulado, que se momia al compás del viento y que destella por las mañanas. Le hacia juego con sus ojos oscuros y grandes. Sus manos eran suaves, y siempre dispuestas para regalarme una caricia... no como las de mi padre, que nunca estaban...

- ¡Papa! ¿Ya está? – la voz del niño me sobresalta. Sin querer me he quedado abstraído en mis pensamientos, perdido en una cocina veinticinco años atrás.

- No, un poquito mas – insisto si muchas esperanzas de convencerlo, mientras escucho como cruje la ventana, sopla un viento fuerte en la calle.

Recuerdo aquella noche: era de levante fuerte. De esas que el viento no perdona nada ni a nadie. Los postigos parecían furiosos y golpeaban la ventana intensamente. Yo me entretenía mirando fuera como los árboles se tumbaban sumisos, agitando sus ramas, mientras mi madre preparaba la cena. Esa noche esta nerviosa. Mi padre, gruista de profesión, se jugaba el tipo en los astilleros en jornadas como esta, en los que la grúa de cien toneladas no era mas que un juguete al antojo del viento. No hacia todavía el año de aquel accidente que le costa la vida a su mejor amigo, al precipitarse dentro de su maquina contra el muelle. En ese turno debía estar él y quizás por eso, ya no volvió a ser el mismo. Antes de aquello tenia otro carácter, le encantaba hablar de su trabajo u de lo importante que se sentía cuando elevaba las piezas por encima de la gente, que él veía diminuta desde su cabina. Le gustaba las maniobras complicadas y se sentía orgulloso, cuando arriesgando algo mas de lo que debía, conseguía dejar la faena terminada. Pero ahora era diferente, apenas hablaba y su mirada se había endurecido. Se pasaba los siete días de la semana trabajando, alegando que hacia falta el dinero y algunas noches, ni siquiera venia. Discutían mucho, y yo sufría por mi madre, que lloraba a menudo a escondidas de mí, sin saber que yo la oía. Había cogido la manía de morderse el pulgar, y de tanto que lo hacia, se había hecho una herida.

- Ay, que me haces daño – Mario se quejaba. Sin querer le he pinchado con el tenedor – Quiero yogur.

- Bueno, ya esta – me convence – lo que sobra para Thor y ahora te doy un yogur. ¿Qué sabor quieres?

El perro mueve el rabo aporreando el suelo. Los golpes son fuertes, secos, insistentes, como los pasos de mi padre subiendo la escalera aquella noche, se pararon al abrir la puerta.

Por la mirada perdida de mi madre en ese momento, comprendí que debía terminar la cena cantos antes, pero quemaba, quemaba mucho...

Mi padre sostenía el tenedor junto a su boca y mientras soplaba, una lágrima rodó por su mejilla, fue a caer en mi mano. Al sentirla en mi piel, levante la mirada buscándola, queriendo encontrar su dulce sonrisa. Pero no, lo que halle fue un dolor inmenso. Sin poderlo evitar, mis ojos se humedecieron también y rodaron lagrimas que fueron al encuentro de las suyas. Yo no entendía mis sentimientos, pero recuerdo que mi madre se apresuraba para que terminara de cenar. Aunque me quemaba, seguía comiendo todo lo rápido que podía, porque intuía que algo iba a pasar.

Aquella noche no me leyó un cuento. Después de arroparme salió apresuradamente de la habitación y yo me quede vació y triste. Por un rato me entretuve escuchando los golpes que producían los postigos en la ventana, hasta que unas voces familiares me llegaron entrecortadas desde el otro extremo de la casa. Estuve dudando si levantarme o no, pero la curiosidad infantil me hizo salir de la cama de un salto y dirigirme por el pasillo al lugar del que provenían las voces de mis padres. A medida que me acercaba y les podía oír mas claramente, me ponía mas y más nervioso, pues sentía la atención que había en sus palabras. Andaba despacio, sin hacer ruido. Cuando llegue a la puerta de la cocina, este estaba entornada, lo suficiente para poder ver a mi madre de espaldas y a mi padre enfrente de ella. Llegue solo para oír la ultima parte de su conversación, pues en ese preciso momento, mi madre se volvió para no mirarlo, y le dijo:

- Recoge tu ropa y vete. No te quiero ver a mi lado. Tienes que saber que estoy con otro hombre.

Yo no alcanzaba a comprender nada. De repente, mi mundo se paraba en una cocina con muebles de mampostería blanca. Por unos segundos, el único ruido de fondo era el viento silbando. Un escalofrió recorría mi cuerpo.

Podía ver el rostro de mi madre, impávido, con un blanco casi mortecino y el de mi padre, ensombreciéndose hasta casa desaparecer. Decidí marcharme de allí, como había llegado, despacio, sin hacer ruido. Llegue a mi cuarto, esta frió y me tape bien con las mantas. No sabia si llorar o no y mientras lo pensaba, me quede dormido sin quererlo. A la mañana siguiente, mi padre se había ido, y yo no le pregunte a mi madre. ¿Para que?
Después de aquello le vi poco. La vida le fue consumiendo. Y él, tal vez, se dejó consumir.

Mi madre me siguió criando y a decir verdad, nunca me falto de nada. Pero su pelo deja de moverse al compás del viento. Poco a poco se fue tornando gris, hasta que ya no brillo más.

Nunca le pregunto por el otro hombre. Y nunca le vi, o eso creía.
Anas mas tarde, comprendí que si había conocido a ese otro hombre. Era mi padre, un año antes de aquella noche de levante. Mi padre cuando llegaba a casa y me zarandeaba por los aires. Mi padre cuando besaba a mi madre nada mas verla, mi padre cuando me contaba todo lo que había sacado en una tarde del resquicio de la cámara de maquinas.

Mi padre...

- Papa ¿qué té pasa? Te he dicho que el de limón – me regaña mi hijo.

- - si hijo, el de limón – consigo volver en mi.

Thor relame una y otra vez el lato donde un segundo antes estaba la carne. De repente, mueve una oreja y sale corriendo por el pasillo camino de la puerta. Alguien llega.

- ¡Mama! – chilla Mario - ¡mama!

Elena aparece por la puerta de la cocina llena de bolsas de compra y sonriendo con mirada traviesa (la misma que pone Mario) deja las bolsas en el suelo y se quita los zapatos. Parece que la casa se ha iluminado con su presencia.

- Uf, no veas como estaba todo – dice, mientas nos estampa un beso a cada uno –para colmo el levante. Y vosotros ¿qué?

- Nosotros estupendamente cariño – dogo – por cierto ¿te he dicho que te quiero?