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LAS HISTORIAS DE QENA

La cena

La cena

El agua corría entre sus manos, mezclándose también con las presas de pollo, que serían la base del plato que había pensado para compartir con su marido y sus hijos esa noche. Trozo a trozo les iba quitando toda la piel y grasa. Los secó cuidadosamente y los acomodó en una fuente. Tenía mucho tiempo para pensar, mientras paso a paso iba cumpliendo al mínimo detalle con las indicaciones del recetario - regalo de su madre.


Junto con los deshechos del pollo, aún en la pileta, se iban acumulando los restos del medio kilo de cebollas de verdeo. Ya limpias y cortaditas, las colocó en otro recipiente cerca del pollo.


Eran cuatro las comidas que le vinieron a la mente. Las puso en orden, no sabía si por lo importante de las mismas o por los sentimientos que ellas despertaban.


A su abuela paterna la recordaba transpirando en la cocina, en vísperas de Noche Buena, preparando el manjar que para ellos quince representaba: “Las berenjenas rellenas”. Siempre se quejaban, después de haberlas comido con mucho gusto, que no era un plato adecuado para esa fecha.


Con los recuerdos pujando por salir, abrió la alacena para sacar la sal y la pimienta, que servirían de adobo al pollo. Colocó aceite en la cacerola y doró al descuartizado animal. Mientras lo hacía, veía a su abuela materna amasando con toda la fuerzas de sus manos lo que sería el plato principal del 25 día de Navidad y cumpleaños de su hermana, ravioles caseros, para los mismos siete comensales de cada año.


Luego de dorado el pollo y vuelto a poner en la fuente, colocó el medio pan de manteca, sin lavar la cacerola, esperó a que se derritiera y agregó las cebollas con una taza de agua, otra de vino blanco seco y medio cubito de caldo de verduras. Viendo como esa mezcla iba queriendo tomar hervor, llegó con un recuerdo: su tía abuela, Rosaura, reuniéndolos todos los 31 de Diciembre a sus ocho hermanos, sus cuñados, hijos y nietos. Eran unas cincuenta personas. Qué fiestas! El tía abuela pasaba todo el año preparando tarro a tarro lo que serían esas inolvidables entradas: alcauciles, champiñones, morrones, escabeches.

 Qué delicias!


Cuando volvió al presente, ya el hervor había dejado sus huellas sobre la cocina; con sumo cuidado introdujo el pollo en la cacerola. En la pileta ya se iban sumando las cáscaras de un kilo de patatas, que acompañarían al oliente “Pollo al estragón”.

Cortándolas en pequeños cuadraditos, quedaron preparadas para crujir en aceite. Esperando que esto suceda, llegó a su mente la vieja casa reformada de la Charpona, donde vivía su bisabuela. Como era ella y sus costumbres: fría y callada, así era la comida del primero de Enero. Mesas bien puestas, vajilla finísima, a la cual sostenían con todo cuidado. Uno a uno iban llegando los veinte de ese día. Todos tan callados y fríos. La comida era buena y sabrosa, pero en el plato se perdía. No le molestaba ese clima, era la calma que llegaba después de la fiesta del 31. Era como para ir poniéndolos en clima de que las cuatro reuniones iban llegando a su fin y volvía la rutina de los restantes 361 días.


Con las patatas ya doras y el pollo bien cocido, desocupó el fregadero y puso la mesa. Llamó a los chicos y a su marido y disfrutaron de la cena. Ella lo hizo con una nostálgica sonrisa.



 

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