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LAS HISTORIAS DE QENA

La lumbre de su cigarrillo

La lumbre de su cigarrillo

La lumbre de su cigarrillo, al rojo vivo, se agitaba, se enfurecía con cada chupada de sus labios agrietados, alumbrando por segundos su rostro, que resaltaba descolorido, de pergamino viejo, en la oscuridad de la cocina. Exhalaba el humo del tabaco con un suspiro de alivio, de placer. Fumaba con la mano izquierda y sus bocanadas se filtraban entre los dedos rozándole las mejillas. Siempre en la misma posición, sentado, con los codos apoyados sobre la mesa, sin despegar el cigarrillo de los labios, con la mirada perdida en el vacío, inmóvil. Sólo osaba a moverse para llevarse otro pitillo a la boca. Era todo un ritual. Se abalanzaba hacia el paquete, lento, como un dinosaurio disecado de museo. Cada movimiento le suponía un suplicio.

 

Amanecía. La oscuridad dejaba paso a la penumbra, y la chispa luminosa de su colilla se desvanecía en la claridad naciente; desaparecía, insignificante e insulsa, como su vida, sin anhelos, sin sueños, sólo silencio, el silencio y el olvido.

 

Las sombras de la noche se retiraban, telón pesado de teatro que ascendía, ofreciendo al público una visión insólita: un hombre maduro, de ojos apagados, nariz aguileña, de mejillas hundidas, sin afeitar, de pecho velludo, magro, alto, como la postal de un santo, vestido con una camiseta blanca, sin mangas, y sólo con los pantalones a rayas del pijama raído; que no dejaba de fumar, mientras con la mano derecha se frotaba la parte posterior del cráneo, donde la calvicie era ya avanzada. Si la apatía tuviera un rostro, sería seguro el suyo.

 

El sol se despertaba. Estaba de buen humor y prometía un día radiante. Bañaba con sus rayos las paredes sucias de un azul descolorido. Nuestro personaje, aún con la mirada extraviada en sus abismos más remotos, se desperezó y con un gemido, con una mueca que reflejaba su desagrado, su indisposición ante la vida, se encontró de nuevo en su mundo, una existencia a la cual detestaba. Se levantó con esfuerzo y se dirigió hacia el fogón con la intención de prepararse un café. Mientras esperaba al silbido de la cafetera, bajó las persianas, ahuyentando el sol de su entorno. Con una taza de café negro, sin nada, dando sorbos pausados, volvió a sentarse en la mesa. Extrajo de su cajón un cuchillo de cocina y abrió un sobre marrón de gran tamaño, que ya llevaba varios días olvidado encima de la mesa. Antes de abrirlo se puso las gafas y con una sonrisa seca, fatigada, rompió el silencio con un monólogo:

 

-Bueno, veamos lo que nos ha tocado esta vez - exclamó con la voz ronca de nicotina.

 

Extrajo los documentos del sobre certificado y los ordenó meticuloso sobre la mesa. Se trataba de un dossier con fotografías, apuntes e informes de cierta persona. En la primera página, junto a los datos personales, habían pegado la foto de un individuo vestido de sotana, con cara de perro San bernardo, de cabeza cuadrada, con gafas de cristales gruesos, pelo al cepillo, de cuello de toro, obeso, paticorto. Y sin embargo, a pesar de su aparente fealdad, de esa estampa emanaba una firmeza inquebrantable.

 

-¡Ah mira por dónde, un curita! - exclamó asombrado, - Así que este es el pollo al que tenemos que liquidar -añadió divertido.

 

Y continuó leyendo en voz alta: “ Eusebio López Aguirre, nacido el uno de mayo de 1960 en La Catalina, párroco de...”. Se saltó las siguientes líneas. Ya sabía quién era. Lo conocía por los periódicos. Aquel cura loco que le hacía la vida imposible a los terratenientes locales, siempre metiendo cizaña entre los jornaleros de la zona. No le extrañaba que los latifundistas estuvieran hasta las narices de él.

 

A medida que se concentraba en el trabajo y se sumergía en el dossier, cada célula de su cuerpo recobraba la energía perdida. Sentía como una sensación de entusiasmo lo invadía. No, no era la sensación de poder, de enfermiza venganza cuando apretaba el gatillo ante los ojos aterrados de su víctima. No, no era en sí el asesinato. Lo que en realidad le hacía sentirse vivo, era la organización, el planteamiento del mismo, hasta sentir, pensar o actuar como su víctima, antes de asesinarla. Era como un actor insuperable, pero sin fama, desconocido, escondido entre las sombras. Eso le bastaba.

 

Sabía de antemano que su trabajo, sí así se lo podía llamar, no tenía finalidad alguna. Sólo servía para preservar el poder de los de siempre. Pero eso a él le traía sin cuidado. Había perdido su moral y la conciencia con su mujer embarazada de tres meses acuchillada y violada en un callejón oscuro, cerca del hospital en donde trabajaba como enfermera. La habían maltratado, asesinado, sin más, sólo por placer, sin motivo alguno. Eran cuatro sus verdugos. Los cazó a todos, uno después de otro. No tuvo problemas con la justicia. Tan sólo lo expulsaron del cuerpo de policía y zanjado el asunto echó tierra por medio. Más tarde se dio al alcoholismo, hasta que un viejo amigo que también había sido policía, le ofreció un puesto como sicario dentro del hampa. Ya había matado, así que no tuvo ninguna dificultad en convertirse en un asesino, en un ángel exterminador. Con cada crimen que cometía adquiría conciencia de artista al mismo tiempo que su reputación aumentaba.

 

Inerte, pero bien vivo y tenso, como cocodrilo de pantano al acecho, absorbía las informaciones necesarias. Una última nota le obligó a reaccionar: “ Eusebio López Aguirre dirá la misa el doce de abril a las siete de la tarde en la parroquia de Santa Ana en la Línea de la Concepción”. Echó una ojeada rápida a su reloj.

 

- ¡Maldita sea! Hoy es el doce de abril - Masculló entre dientes.

 

Cómo podía haber sido tan descuidado. Por qué había esperado tanto en abrir el sobre. ¿O es que se estaba volviendo viejo? En fin, ya no tenía sentido quejarse. Volvió de nuevo a consultar la hora. Aún estaba a tiempo de despachar al curita. Hasta la Línea de la Concepción eran tan sólo cuatro horas de tren. Si conseguía coger el expreso de la una, se presentaría allí a las cuatro, y a eso de las cinco seguro que estaba en la parroquia de Santa Ana, con tiempo suficiente para estudiar los alrededores y su por supuesto, a su víctima. El siempre había encontrado el momento idóneo, el instante decisivo para finalizar con éxito sus trabajos.

 

Pero era una lastima, por esta vez, no poder disfrutarlo más a fondo, pensó.

 

Se alzó por fin, se afeitó y se duchó. Con sumo esmero limpió y aceitó su pistola, una Mágnum. Se vistió con una camisa blanca, pantalones de lana negros y zapatos y calcetines del mismo color. Se miró con detenimiento en el espejo. Por último, se plantó con los brazos en jarras delante del ropero abierto, buscando que pieza debía ponerse encima de la camisa, cuando sus ojos, con una expresión de triunfo, se posaron sobre una vieja chaqueta de pana marrón, reliquia de su estancia en la brigada criminal.

 

- ¿Por qué no? - exclamó satisfecho.

 

Se abrochó la chaqueta y por segunda vez se paró delante del espejo.

 

- ¡Sí señor, qué bien té queda todavía! - por primera vez, desde hacia días, o semanas, sonreía.

 

Introdujo con cuidado la pistola y el silenciador envueltos en un trapo dentro de su bolsa de viaje. Se encasquetó una boina negra y cogiendo su liviano equipaje se dirigió hacia la puerta. Pero antes fue un momento a la cocina. Observó la mesa, el cenicero rebosante de colillas, las paredes, y por un instante muy breve sus rasgos de dulcificaron. Fueron sólo unos segundos.

 

Bajó silencioso las escaleras y se alejó por la acera en sombras evitando los encuentros. Lejos de su barrio tomó un taxi que lo llevó a la estación central. Una vez allí compró un billete de ida y vuelta a La Línea de la Concepción. Le sobraba el tiempo, así que se sentó en puesto donde ofrecían café y bocadillos, cerca de los andenes. Consumió un sándwich de jamón y un café con leche. Mientras alimentaba a las palomas con migas de pan, descubrió que se sentía arropado entre tanto ruido, observando a la multitud de individuos grises que pasan por su lado sin verlo, esbozos de vida anónimos, derrotados como él. Ya había notado en el taxi que un objeto cuadrado y duro en el bolsillo interior de su chaqueta le molestaba. Lo sacó con disimulo. Se trataba de un librito con capítulos del antiguo testamento. No pudo más que sonreír por lo bajo. Lo ojeó. Sabía que lo había leído en la escuela. De lo único que se acordaba, era la historia de Caín y Abel. Qué simpático le había caído Caín. En aquel entonces estaba convencido de que Abel había estafado a Caín y por eso mismo, éste lo había matado. Qué se creía aquel rubito con ricitos y de tiernos ojos azules. Se lo tenía bien merecido, por presumido y prepotente. Los altavoces de la estación anunciaban la entrada de su tren y él logró por fin enterrar en su mente hermética los recuerdos del pasado. Avanzó sosegado por el anden en busca de su vagón de segunda clase, sorteando a los viajeros que se le cruzaban por el camino. Se instaló en su departamento, relajado por no tener que compartirlo con nadie. Se desabrochó la chaqueta y la colocó sobre el portamaletas. Situó la bolsa de viaje entre sus pies. Finalmente se acomodó en el asiento al lado de la ventanilla. Faltaban apenas unos minutos para que partiera el tren cuando la compuerta del departamento se abrió. Apareció un anciano de rostro bonachón,  flaco, enjuto, de pelo blanco ensortijado, con las cejas pobladas en franca rebeldía, de gestos lentos‚y temblorosos. Parecía como si estuviera a punto de desarticularse, de romperse en cien pedazos. Le sonrió amable, con una risa contagiosa, dulce. Pero lo más enigmático de su rostro, era la mirada risueña de aquellos ojos azules luminosos, claros y profundos.

 

--¡ Buenas! ¿ Está este sitio libre? -- saludó el viejito amable, mientras señalaba el otro asiento al lado de la ventanilla.

 

El asesino afirmó con una apenas visible inclinación de su cabeza.

 

--¿ Qué?, ¿ De viaje, joven?

 

-- Sí

 

- Ah ¿Y a dónde va, si se puede saber?

 

Se quedó mirando al anciano un momento antes de responder.

 

- A la Línea de la Concepción

 

- Pues yo también. ¡Qué alegría! No sabe usted lo aburrido que es viajar solo – e ignorando las molestias que su lengua vivaracha originaba en su ya irritado oyente, continuó con su purgatorio de preguntas, - ¿Va usted a visitar a la familia o de negocios?

 

- Ni lo uno ni lo otro - deseoso de que el viejo se callara de una vez.

 

Y después de observarlo unos instantes volvió al ataque con sus preguntas:

 

- ¿De paseo?

 

- Sí -dijo con un suspiro.

 

- ¿Y cuanto tiempo se queda?

 

- Un día - respondió desesperado

 

- Yo no. Me quedo una semana. Voy a visitar a mis nietos. Pero esta tarde acudiré a la misa de nuestro párroco rebelde, Eusebio López Aguirre – y ante el cambio de postura de su interlocutor, que demostraba de repente dar muestras de interés por el giro que tomaba la conversación, lo volvió a interrogar, - ¿Lo conoce?

 

- Sí... Ése es el motivo de mi viaje -- No pudo más que decirle la verdad. Cabía la posibilidad de que se volvieran a encontrar de nuevo durante la misa y no quería despertar sospechas innecesarias.

 

Ah ¿De verdad? ¡Qué coincidencia! - y alegó, - No es mala persona, aunque sea un poco cabezota y siempre este buscándole tres pies al gato. Además, algo de verdad si que tiene el curita. ¿No le parece?

 

Sin parar de hablar el anciano desplegó con parsimonia la mesita, depositando sobre su base un termo con café y una bolsa repleta de bocadillos. Apenas tenía equipaje, tan sólo un estuche de cuero negro, que mantenía siempre bien sujetado bajo el brazo.

 

- Sí, sus discursos son muy interesantes - habló por llenar el vació.

 

-¡Ay, qué descortés! Me llamo Homonono Martín Martín, soldador retirado, para servirle - se presentó el anciano.

 

- Yo José Pérez Moreno, del sindicato bancario- afirmó con más información de la necesaria, para que lo otro no lo siguiese perforando con una interminable sarta de preguntas.

 

- Encantado

 

- Igualmente – respondió con un fuerte apretón de manos.

 

Él se percató que la mano de su supuesto homónimo era suave al tacto, delicada, de pianista.

 

- ¿Quiere café? - y antes de que pudiera responder, ya le venía encima la siguiente pregunta, - ¿Y un bocadillo?

 

- No gracias, me contentaré sólo con el café – le costaba contenerse y no mandarlo al diablo u otra cosa peor; pero le iba cogiendo confianza al papel que representaba.

 

El anciano sirvió el café en dos vasos de plástico. Antes de que bebiera un trago del suyo, el anciano se lo impidió con un gesto y le guiño un ojo con picardía. Seguidamente extrajo una petaca de su bolsillo y vertió un chorro de aguardiente en ambos cafés. Sonrió mientras lo hacía.

 

- Es bueno para el reuma - sentenció con guasa.

 

- Seguro - respondió él con otra sonrisa postiza. Empezaba después de todo a encontrar simpático al anciano.

 

Entre charla y charla y disfrutando del paisaje, que deslizaba veloz por la ventanilla, transcurrió el tiempo en un vuelo. Sólo una vez se alarmó. Se había quedado casi dormido con el suave vaivén del tren, cuando advirtió que el viejo lo observaba. Abrió los ojos topándose con el rostro del anciano que lo contemplaba, para su gusto, de manera muy extraña. A continuación, el viejito desvió su mirada hacia el paisaje al mismo tiempo que emitía un chasquido de desagrado con la lengua. Él no le dio importancia al incidente. Pensaba que eran manías de un viejo loco.

 

Por fin llegaron con algo de retraso a La Línea de la Concepción. Caminaron juntos por el anden, hasta que él dijo que tenía que llamar por teléfono a su mujer, para decirle que ya había llegado. Se excusó ante el anciano, feliz de poder zafarse de una compañía tan pesada. El anciano no puso reparos.

 

 - Sí, sí, no se preocupe. Ya nos veremos luego en la iglesia. – afirmó el anciano con un gesto vago con la mano, como si lo quisiera despachar ahí mismo.- Sí, hasta luego - se alejó aliviado. Su silueta se perdía por los andenes, entre la muchedumbre de viajeros que se desparramaba bulliciosa por la estación.  

 

Después de comer algo en un bar, descansó sentado en el banco de un jardín público, junto a una fuente, concentrándose, preparándose para la última escena que todavía le faltaba por representar. Antes de parar un taxi y dirigirse a la iglesia, se fue a los lavabos de la estación. Sentado el retrete montó el silenciador. Comprobó el buen funcionamiento del arma y se la metió en la cintura. Para acabar, se fumó un último cigarrillo, sosegado, con la mente clara, sin pensar en nada.

 

Se presentó en la iglesia media hora antes de la misa. Estudió minucioso las posibles vías de escape por si había complicaciones. Inspeccionó el magnífico edifico de estilo colonial, de bellas pulidas paredes blancas y centelleantes cristaleras, que con su desafíante luminosidad inundaban de luz toda la plaza adyacente, donde se erigía solitaria la iglesia de Santa Ana.

 

Cuando entró en el edificio, la humedad y la brisa de la tarde lo aliviaron, alejando de él el sopor de aquel día caluroso, que durante todo el viaje le había producido una sensación molesta de ahogo. La iglesia estaba repleta, hasta los topes. A parte de algunos obreros, la mayoría eran jornaleros y campesinos. No se sentó ni adelante ni muy atrás, siempre buscando con eficacia pasar desapercibido. El sermón no había comenzado aunque el párroco rebelde ya había hecho acto de presencia, cuando el asesino percibió como alguien le saludaba, dándole un codazo amistoso en las costillas. Del susto y del golpe inesperado, a punto estuvo de perder su pistola que comenzaba a deslizarse hacia la ingle. La detuvo con un movimiento rápido de su mano. El viejito surgió de la nada, a su lado, y sonriente, como siempre, le dirigió la palabra:

 

- ¿Dónde se había metido? Ya me estaba poniendo nervioso. Pensaba que se había perdido por ahí -- y sin darle tiempo a responder, lanzó la siguiente pregunta, - ¿Qué?, ¿ Le gusta la ciudad?

 

- Sí, no está mal - dijo conforme recobraba la calma.

 

- Ah por cierto, se me olvidaba. ¿Quiere usted conocer a nuestro curita? – le preguntó bajando la voz con una mirada persuasiva, de cómplice. Sus ojos azules brillaban risueños.

 

El asesino se lo quedó mirando unos instantes y por fin, sin demostrar demasiado interés, como él que no quiere la cosa, preguntó incrédulo:

 

- ¿ Es una broma?

 

- ¿Broma? ¡Qué va a tratarse de una broma! Lo digo en serio - respondió el anciano irrita‹o, y añadió con más calma:

 

- Escuche, cuando se acabe la misa, después de saludar a los presentes, él va estar en el último confesorio de la izquierda, impartiendo la absolución. Usted espere a que todos hayan confesado, por supuesto yo también, y luego usted se acerca y charla con él. Ya se lo he dicho y no tiene ningún inconveniente - sentenció el anciano, aparentemente contento con su propuesta

 

- ¿ Sí?, ¿ Pero usted le conoce? -- preguntó extrañado.

 

- Sólo un poquito – respondió el viejito, dándose importancia

 

- ¿Qué le parece la idea? – inquirió el anciano.

 

- ¿ Y por qué no? – exclamó él con un movimiento de hombros.

 

- Pues no se hable más...

 

No pudieron seguir hablando, en ese mismo instante comenzaba la misa. Él asesino miró hacia arriba, hacia la bóveda en tinieblas, perturbada por los valientes haces de luz y de polvo que se colaban por los ventanales policromados del edificio. ¡Qué suerte la suya! No se lo podía creer. Era evidente que el destino estaba de su parte. Sí, era verdad, siempre encontraba el momento idóneo para concluir su trabajo; para purificarse y poder volver al vació de sus cuatro paredes. Sintió lástima. En cuestión de minutos, a lo sumo en un par de horas todo habría acabado. Y precisamente esta piltrafa a su lado, este viejo loco, charlatán y pesado, le facilitaba las cosas. Un júbilo inesperado lo invadió. Satisfecho escuchó paciente el apoteósico discurso de su víctima.

 

Eusebio López Aguirre era feo, feo hasta desagradar. Sin embargo, la fuerza de sus palabras movía masas. Razones no le faltaban para nombrar por su nombre a los terratenientes: culebras, explotadores, carroña, hasta demonios. Si él no hubiera estado ahí para matarlo, habría aplaudido incluso.

 

Transcurrían los minutos. La misa, el discurso y la cólera de un Díos justo, de un Díos para los pobres, llegaban a su fin. Esperó todavía unos minutos, hasta que la iglesia se vació. El párroco desapareció de su campo visual, pero sabía bien donde encontrarlo.

 

Se percató como las últimas tres personas en la iglesia, a parte de él y su victima, se congregaban en fila delante del confesionario, aguardando a que el párroco les absolviese de sus pecados. El primero en la fila, era un joven bien parecido, de pelo rubio, chupado, que cojeaba levemente de la pierna izquierda, vestido con un traje de franela gris. La segunda en comulgar, era una mujer muy gorda, con un traje estampado, de flores, que portaba un sombrero estrafalario. Era curioso, se acordaba de haberlos visto en el tren, durante el viaje. Y cómo no, por último el vejete, que no obstante, pudo localizar con facilidad al asesino, él cual precavido, se había sentado en un banco, oculto detrás de una columna. Le hacía señas, asomando la cabeza entre los pilares para que se acercara. No tuvo más remedio que aceptar este último desafío, antes de que todo terminase.

 

- En fin, me quería despedir de usted. Ha sido un placer conocerle – afirmó el anciano conmovido, tomando su mano entre las suyas.

 

- No, el placer ha sido el mío – tuvo que controlarse. Detestaba por propia experiencia las despedidas y odiaba aún mucho más toda posible muestra de cariño.

 

- ¿ Cuándo vuelve a casa? – preguntó otra vez el anciano sin soltar sus manos.

 

- Esta tarde – afirmó paciente.

 

- Bueno, en ese caso vaya con Díos, hijo.

 

- Y usted también abuelo.

 

Él era, por oficio, un maestro de la paciencia; pero jamás, en su larga carrera de sicario, había sentido una irritación tan grande, que ya rayaba la frontera entre la ansiedad y el desespero.

 

Era su turno, el viejito se arrodilló ante le confesionario. ¡Qué penas tendría este torturador de la palabra! A parte de su petaca de aguardiente.  El tiempo se hacía esperar. El viejito seguía de rodillas sin dejar de murmurar. Cuando ya pensaba seriamente en cargarse a los dos, el anciano se alzó por fin. Sonriéndole se alejó por los espacios vacíos de la iglesia y sus pasos se confundieron con el eco.

 

Permaneció en silencio delante del confesionario, imaginándose cómo sería la reacción del cura ante su pistola azulada. ¿De pánico?, ¿Asustado? O decidido a luchar por su vida. Acostumbrado a ejercer opresión, no soportó por más tiempo la presión. De un manotazo corrió las cortinas de la casilla, deseoso de encontrarse por fin cara a cara con su víctima.

 

Se tropezó con el vació. No había nadie dentro. De repente, escuchó como si alguien descorchara dos botellas de champaña. El asesino conocía muy bien ese sonido. Miró su pistola. Él no había disparado. Su mirada se dirigió hacia su pecho, y contemplo, más bien sorprendido que aterrado, como dos manchas de sangre se extendían empapándole las ropas. Las piernas le fallaban. Aún tuvo tiempo de agarrase al confesionario y darse la vuelta. El viejito con pistola en mano le sonreía, con esa risa risueña, simpática, casi cariñosa. Despacio, intuyó que todo había sido una trampa, que para algunos sabía demasiado. Moría al final como siempre había vivido. Ya no era el personaje principal, sólo una comparsa, la víctima, y no podía esperar un final feliz. Mientras se desplomaba muerto y su alma, o lo que fuese, huía hacia la nada, fue consciente que no le importaba en absoluto que le hubiesen reventado el corazón de dos balazos, o que lo hubiesen cazado como a un novato principiante. ¡No! Pero no se hacía a la idea, no soportaba que alguien le aventajase como actor, que alguien interpretase su papel mucho mejor que él.

  

Recuerdos

Recuerdos

Siempre me gusto esa manera que tenias de amarrarme, la sutil destreza con la que, sin querer, lograbas darme alcance. Solo tu con tu presencia eras capaza de llenar cualquier silencio, cualquier espacio, y o, yo no podía mas que dejarme rendir por ti.

Todo tu me fascinabas. A veces solía prestar a tus obligaciones sin que fueses consciente de ello. Me ocultaba detrás del macizo para verte cocinar en la parrilla, desde allí, agazapada, permanecía largo rato en silencio mirándote, trataba de no perder el más simple detalle.
Muchas tardes me apresuraba por llegar temprano, me gustaba verte en esas tardes de verano arreglando el jardín. Tal vez nunca lo supiste, por que me quedaba allí, de pie, mirándote.

..............cuantos recuerdos me dejastes.............

Sé que uno de estos días ya no quedara mas remedio que entrar en casa, aun no sé si para quedarme o recoger todos esos trastos. No te imaginas lo difícil que me resulta la idea de estar allí sin ti.

Tu madre hace días que no deja de insistir, me dice que tengo que ser fuerte, pero no sé si podré.

Tengo miedo, mi amor. Tengo miedo de los días que me quedan por vivir sin tenerte. Me asusta mi piel sin tus caricias, mi boca sin tus besos, mis manos sin tus manos. Hace días que me pregunto que pensara nuestra cama vacía, esa que nos vio entregarnos, enredarnos, recorrernos todo el cuerpo hasta sabernos de memoria.

Talvez este amor que yo tengo no sea mas que el triste recuerdo, esa palabra escrita, el eco lastimero de una nota, una corriente ráfaga de viento. Sin embargo, yo te sigo llevando en mi interior. Te llevo entre los bolsillos, en el bolo, sobre el cristal de mesa, en el dedo de mi mano, en todo donde tu mano se posó alguna vez.

Estar sin ti me vuelve loca, ¡mira en lo que me he convertido!, en una pobre mujer en bata, que pasea a su mascota por los alrededores.

Mañana, cuando me despierte volveré a ser la de siempre, me dejare arrastrar por las manecillillas del reloj, y ante las horas imprecisas, en esas en que no podré tenerte, una vez mas intentare morirme.
  

Mi amada

Mi amada

                                                  Dibujo de lapiz sobre papel de Pilar 

Yo solo estaba sentada esperando que me mirase, esperando que girase la cabeza, esa era mi meta, esperar todo el día mirándola y sonreírla cuando su mirada coincidiese con la mía. Tan absurdo, tan estúpido me parece ahora, que recordarlo me avergüenza. Pero aun cuando la veo por los pasillos su belleza me nubla la razón y la sonrío, ocultando en el fondo que me odio por no poder dejar de esperar sentado

 

Cuando la vi por primera vez, recuerdo que me sonreíste y te fuiste, para ti no seria especial, pero tu sonrisa me alegro inmensamente sin saber porqué. Poco a poco te fui conociendo y me di cuenta de que mis estados anímicos eran controlados por ti y me hiciste llorar, llore mucho cuando me hablaste de ella. Apenas podía comprender por que estabas con ella y no te fijaste en mi. Os escuchaba hablar y sentía como mi corazón se encogía, hasta que un día comprendí que no eras para mi. Entonces, ese día, un día de lluvia, llamaste a mi puerta con la cara desencajada y sentí que mi corazón volvía a latir cuando me dijiste que te había dejado, pero no podía mostrarte mi felicidad ¿Que habrías pensado?

 

Tu forma de hablar de ella me hizo entender que la querías de verdad y me sentía fatal, horrible pensando que la persona a la que yo quería estaba llorando por su amada y solo podía sentirme feliz deseando besarla, abrazarla, acariciarla, consolarla.

 

Me aparte un poco para no caer en la tentación de tus labios y me abrazaste, te derrumbaste, desee ser ella en ese instante para que lloraras por mi como tantas veces había echo yo, que me amases como a tu mayor amor. Acaricie tu cara limpiando tus lagrimas y me incline ligeramente para besarte. No pude hacerlo, pensé que si te besaba ahora no seria justo para ti y seria doloroso para mi pensar que quizás abría algo mas escondido en ese beso y me mentiría con ello pues para ti solo era un consuelo.

 

 Te quedaste sorprendida esperando ese beso que no llego y me tuve que alejar, escucharte llorar desde la distancia para que no viese como mis lagrimas brotaban y mi orgullo sonreía de felicidad.   

  

Recuerdos............

Recuerdos............

La imagen de aquella niña la había perseguido a lo largo de su vida. Surgía con tanta nitidez que se había convertido en el enigma que necesitaba descubrir.

 

A veces, cuando viajaba en autobús, o cuando dejaba de escuchar al profesor de economía en clase, la volvía a ver, pequeña, descalza, el pelo le caía sobre los ojos ocultándole la cara, la luz del atardecer dejaba ver una puerta próxima, pero siempre cerrada.

 Intuía, que aquella calle escalonada desde la que se le presentaba, pertenecía al pueblo donde había nacido, pero las veces que procuró investigarlo durante alguna conversación con su madre, no consiguió información de utilidad. Siempre estuvo segura, que ninguna de sus preocupaciones, por importante que fuera, resultaba merecedora de la atención de su progenitora.

Recibió con alegría la llegada de las vacaciones, el ambiente cerrado de aquella residencia de estudiantes la asfixiaba e incluso el escuchar sólo hablar inglés, contribuía a agravar su crónica sensación de desubicación. Pero cuando llevaba tres días en casa, sintió que allí no tenía nada que hacer. Inventó que se iba de camping unos días a la sierra con unas amigas, a su madre le hubiese parecido una barbaridad que quisiera ir a aquel pueblo miserable en el que sólo quedaban tres o cuatro viejos, así que sin dar más explicaciones, metió algo de ropa en una mochila y subió al tren para viajar al lugar que no visitaba desde hacía años.

 

Cuando vió la torre de la iglesia, su reloj marcaba las 19.25. El taxista se extrañó que le dijese que habían llegado, le preguntó si estaba segura que allí vivía alguien, y sólo se quedó más tranquilo cuando aceptó la tarjeta con su número de teléfono por si tenía que regresar a recogerla.

 

Dedicó una mirada de indiferencia a la enorme y lujosa casa que sus padres habían hecho construir a las afueras. En una época solían pasar allí el día de la fiesta, el tiempo suficiente para ir a la misa, la procesión y disfrutar de una comida en familia con personas a las que no volvían a ver hasta el próximo año. Pronto se dio cuenta, ya adolescente, que la existencia de aquella casa, sólo respondía al interés de manifestar las diferencias, cualquier idea de mezclarse con el resto de vecinos, estaba totalmente descartada.

 

Los que en otro tiempo vivieron de trabajar la tierra, se vieron obligados a marchar para ganarse la vida pasando diez horas en una de las fábricas de una lejana ciudad. Su padre pasó a beneficiarse de la explotación de aquellos campos, pagando una miseria a unos propietarios únicamente ocupados en conseguir una existencia más cómoda, y recogiendo el fruto de la venta del trigo que daban, en tal cantidad que alcanzó no sólo para los internados en la capital, sino también para las universidades extranjeras de algunos de sus hijos.

 

Continuó la línea de la carretera. A la derecha las casas eran escasas, dejando lugar a las acacias, los olmos y las moreras, y más allá los campos que se perdían en la lejanía. A la izquierda se agrupaban con mayor ahínco, y entre ellas, de vez en cuando, un callejón ascendía hasta otra calle trasera. Se fue fijando en cada uno de ellos, segura que cualquiera podía corresponder al de la fotografía que con tanta insistencia le mostraba su imaginación.

 

Y de repente apareció, estrecho, ascendiendo de modo salvaje, los escalones se podían reconocer, aunque el tiempo se había empeñado en erosionar sus bordes. Temblando de emoción empezó a ascender con lentitud y pronto descubrió a la izquierda la entrada de lo que debió ser una pequeña casa. La puerta era baja, de madera carcomida y con las partes metálicas, cerradura, bisagras y adornos, oxidadas.

 

Se interrumpió al escuchar una especie de silbido, aceleró el paso hacia arriba con la esperanza de descubrir a su autor. El callejón de sus sueños desembocaba en una zona amplia desde la que divisó, lo que debía ser una vivienda, situada en un montículo. Salía humo de la chimenea. Según se aproximaba, vio a un hombre de mediana estatura y unos cuantos perros y gatos a su alrededor. Entonces recordó al tío Toribio, según había escuchado en casa, Los tres o cuatro viejos que quedaban en el pueblo, se iban con sus hijos en el invierno, pero él no los había tenido, y rechazaba todo ofrecimiento de ingresar en una residencia.

 

Él la vio llegar sin asombrarse apenas, como si fuese uno más de los animales que recogía cada atardecer. Ella mintió cuando le preguntó que de quien era, diciendo el primer nombre que pudo recordar. Su único propósito era saber quien había habitado aquella casita que acababa de ver y a ese objetivo dedicó todas las preguntas que le fue formulando.

 

Así consiguió que le contase que allí había vivido una hermana de la dueña del chalet. Era una chica alegre, aunque pronto empezaron a decir que no estaba bien de la cabeza. Recordaba lo bien que bailaba cuando él tocaba el acordeón en la plaza, durante las fiestas, los hombres se disputaban los mejores sitios para verla. Por eso todo el mundo dio por bueno cuando se empezó a correr la noticia que le habían hecho un hijo. El nombre del padre nunca se supo, pues a aquella loca le gustaba restregarse con unos y con otros, incluso la vieron revolcarse en la era con algún casado. Pero claro, su hermana lo tapó todo, desapareció unos meses del pueblo, dicen que estuvo en su casa de la ciudad y volvió como si nada hubiese pasado. De la criatura nada se supo, la gente creía que perdería a su madre, pero acabaría en buenos colegios. Ella ya no volvió a ser lo que era, hasta que unos años después se fue con uno de esos que venían a trabajar en la nueva carretera, de esos que ni se sabe de dónde son y vete tú a saber la vida que le habrá dado.

 

Soportó como pudo el torbellino de emociones que se agolparon en su pecho, hasta que pudo hacer una pausa en aquellas ansias de hablar que tenía el tío Toribio. Después volvió a bajar por la calle, impaciente por llevar a la acción la escena lógica que debía seguir a la imagen de aquella niña, que desolada, había permanecido tanto tiempo ante las escaleras. Empujó la puerta que cedió con facilidad a su presión. La entrada era pequeña y se había reducido con un montón de escombros que habían caído del piso superior. Con el pie limpió un poco uno de los rincones, extendió su saco de dormir y se acurrucó en él. A pesar de lo inhóspito y extraño del entorno, un sueño la envolvió de inmediato, como un velo de plumas y algodón, que le proporcionó lo que más necesitaba en ese momento, calor y una agradable sensación de protección.

  

El olor a humo

El olor a humo

El olor a madera al arder, se queda impregnado en la piel, en el pelo, en la ropa y en mi memoria. Es como si el humo te cubriera con un velo invisible para siempre. Mientras enrollo un papel de periódico para avivar la llama, sentada  junto a las brasas, recuerdo el invierno anterior, en el pueblecito, como si una pequeña cámara lo reprodujera en mi mente.La casa de piedra, las ventanas cerradas. Afuera niebla y escarcha. Caminos interminables rodeados de montañas. Una Toscana hermosa pero encogida por el frió.Fue un viaje en avión al pasado, porque es donde ese pueblo se mantendrá eternamente.El mismo comedor que siempre estuvo repleto de gente, de carcajadas, de platos humeantes, ahora solo lo ocupábamos mi tía y yo. La mesa que siempre se nos quedo pequeña nos volvía diminutas ahora, en su inmensidad de roble.Pasamos los dos primeros días, una frente a la otra, con las manos apretadas, llorando sin dejar de mirarnos a los ojos. El teléfono siempre cerca, siempre sonando, para volver a empezar, a explicarlo todo, a nadar en una pena que se presentía ya interminable. Mientras ella hablaba, yo miraba las brasas, como ahora, y me ocupaba de avivar el fuego, con la inocente esperanza de que Ali pudieran mejorar las cosas.Al tercer día salimos a la calle, Alexandro, se había reducido a cenizas y parecía que así pesaba un poquito menos en el corazón, si, lo parecía, aunque no era cierto.

Había tanto que hacer y tan poco tiempo que el día se nos pasaba volando entre visitas al notario, consultas, papeleos, planes de emergencia que inventar para una mujer a la que no le quedaba nada, salvo una casa demasiado cara para seguir pagando y el dolor en los brazos de haber levantado a pulso un cuerpo que formaba parte del suyo, pero ya no estaba.

 

Por la noche volvíamos a la mesa gigante, solas y abríamos una botella de vino, una de tantas que se iban a quedar en la bodega, cuando marcháramos. Poníamos el mantel de flores, dejábamos la tele de fondo y improvisábamos una especie de cena, en parte por vaciar una nevera todavía rebosante y también para sentir, aunque extraña, un poco de normalidad.

 

Durante esas noches, que parecían no acabar nunca, mi tía hablaba, una palabra tras ósea, recomponiendo una vida que se le acababa de hacer añicos y yo la escuchaba, no podía hacer otra cosa.

 

Llevaba dos años en Italia cuando conoció a Alexandro, entonces vivía en una pequeña ciudad muy cerca de Florencia y rodeada de tres murallas , un dato que puede aclara bastante el carácter cerrado de sus habitantes. Pasaba seis días a la semana cuidando un aciano, y el día libre tampoco daba para mucho, así que un día le dio por ojear las paginas de contactos y encontró un anuncio que le llamo la atención.

 

Viudo, amante de la pesca, busca conocer señora simpática para hacerse compañía mutuamente.

 

No supo explicarme que fue realmente lo que le gusto de esas palabras, mas bien llamo siguiendo un impulso, una corazonada, haciendo caso al destino, por una vez.

 

La voz le resulto agradable, firme, familiar y quedaron para el día siguiente, en la “piazza San Michele” para conocerse. Y como ella contaba, allí lo encontró, casi escondido detrás de un árbol, a un hombre grande como un oso, con los pantalones sujetos con tirantes y un sombrero. No era lo que esperaba, hasta que reparó en sus ojos, unos ojitos brillantes, negros como dos canicas que lea miraban entre tímidos y risueños, sintió que valía la pena intentarlo y que la soledad podía desvanecerse con una mirada. Así pasaron a compartí su día libre, paseando, haciendo excursiones por los villas de alrededor, charlando, en definitiva, conociéndose y no paso mucho tiempos para que comenzaran a vivir juntos.

 

Alexandro tenia un  negocio familiar, un restaurante, y le enseño a elaborar la pasta, para que pusieran trabajar juntos. Ademar era un excelente cocinero, así que mi tía paso en poco tiempo de cuarenta kilos a unos sesenta, pero no importaba, seguía pareciendo pequeña a su lado. Hacían mejor pareja así, decía. Un año después ya eran inseparables, incluso se fueron juntos a Génova, para trabajar en un restaurante de lujo, recién inaugurado, el como chef y ella como ayudante. La experiencia no resulto porque el dueño era un mañoso, gracias al cual, tuvieron el teléfono pinchado durante casi un año,  pero eso si, les quedo como anécdota para contarnos todos los veranos y para confirmar que en ninguna sitio se vivía mejor que en su pueblo.

 

El resto de la historia yo ya la conocía, una pararte la pase con ellos , pero noche tras noche, la seguía hilando, para acabarla, para vaciarse del todo.

 

Llevaban una vida tranquila, pasear los veranos con ellos era dejarse arropar por dos corazones enormes, dos seres atípicos, que se pasaban el día riendo, y entonando el canto y no llores para combatir los problemas. La tienda, lasa, la siesta diaria. Él escribía un libro de recetas y ella lo pasa a maquina. Ella dejaba todos los crucigramas a medias y él los terminaba.

 

Paso un día y otro, hasta que Alexandro enfermo de diabetes, y inexplicablemente eligió morir. Solo tenia que hacer dieta pero ese hombre tan grande, el maestro cocinero, lo dijo bien claro.

 

Prefiero que me corten las dos piernas a vivir cono un enfermo. Y así ocurrió. Murió un par de años después mientras le practicaban la diálisis. Una semana antes de que le amputaran el segundo pie. Ella lo acepto, ¿cómo llevarle la contraria a un oso? Y mientras me lo contaba no sabia bien si reír o lloras.

 

Solo llevaban unos meses en la casa nueva, la eligieron porque no tenia escaleras que entorpecieran su paso,. Desde la ventana se podían ver los Apeninos, sus puntas nevadas curaban el corazón, por eso, a veces, nos pasábamos hora mirándolas.

 

Una tarde, en que mi tía estaba un poco mas animada, me contó que él le había enseñado muchísimas cosas, de la cocina, de la vida, de la ciudad, pero que solo con ella había subido a la torre de la iglesia, las mas alta del lugar, curiosamente coronado por un árbol y con mas de quinientos escalones. Ella se la descubrió y como dos niños pintaron Alexandro y Mariaen una de las paredes interiores. Me enseño fotos de cuando llegaron a la cima, ella no podía ser mas feliz, él me guiñaba un ojo desde la distancia y yo sonreí cómplice al intuir la decena de veces que ya había estado allí arriba.

 Eso me lleve de aquellos días, el brillo de su mirada, las nubes tocando el suelo y e olor a humo impregnando en mi abrigo.

Por eso hoy, aunque este tan lejos , me ofrecí para encender el fuego, para llenarme los pulmones de recuerdos y poder transformar al fin, mis lagrimas en cenizas.

 

Sofia

Sofia

Lo último que Enrique pudo entrever, mientras que se le cerraban los párpados como losas de mármol, fueron los finos tobillos de su esposa, alejándose armoniosamente sobre zapatos negros con tacón de aguja. El repiqueteo de los tacones sobre el piso del apartamento se alargó como un eco imposible en su mente. Unos instantes antes, la taza había caído de sus manos e inexplicablemente, había ido a chocar contra la sonrisa enigmática de Sofía que, irguiéndose en silencio desde su posición de yoga en el suelo, se disponía a marcharse. Unos minutos atrás, la voz de ella le rodeaba, sinuosa, mientras que Enrique, sentado en la alfombra grisácea, impregnaba sus labios con el líquido humeante y rojo, sin apartar su mirada de aquella boca apetecible que emitía para él mensajes vacíos de significado. Las manos de Sofía le habían ofrecido el té, y esas mismas manos habían seleccionado la cantidad y los ingredientes necesarios para preparar la infusión definitiva.

Daban las cinco de la tarde en el reloj de pared, cuando la tetera silbaba, avisando. A las cuatro y media Sofía era recibida por los saludos rutinarios de Enrique, de los que ella se desembarazaba con un gesto sutil de desgana que ocultó. A las tres de esa misma tarde, los gestos de Sofía se mecían entre la ternura y los rescoldos de la lujuria, muy lejos de Enrique, en los aledaños del olvido.

El día anterior, las conclusiones a las que ella llegaba, tras plantearse el futuro con su pareja, le provocaban un escalofrío que recorría su espalda y venía a instalarse en su corazón, congelándole para siempre. Hace ya unos meses de su regreso de Túnez, en donde Sofía se reencontró con sus más bajos instintos y con el fulgor de la esperanza. Han pasado años desde que su marido no le pone una mano encima, ni para acariciarla, ni para golpearla. Al principio de casados las distancias eran cortas y el infierno era cohabitado por estas dos almas sin guía. Ella siempre en busca de un verdugo, él ansioso de víctimas.

Cuando se conocieron, fue como mirarse a un espejo. En la pubertad, Sofía era violada repetidas veces por su padrastro. La mente de Enrique se retorcía como un gusano entre las llamas, imbuido en el aislamiento de su celda de castigo, siendo huérfano y tan sólo un niño. Al igual que su muerte, su nacimiento fue noticia: fue encontrado entre las bolsas de la basura, en un contenedor, con el cordón umbilical aún sangrando, una fría mañana de invierno. Cuando Sofía no era más que un proyecto de hermosura, un amanecer, acurrucada entre los brazos de su madre inexperta, que se había desvelado empeñada en que tomase el alimento de su pecho; sus párpados se despegaron por vez primera, atraídos por la luz tenue que se filtraba tras los cristales de la clínica; no alcanzó a ver las lágrimas de su madre, sin embargo, que, emocionada, repetía sin cesar su nombre de leyenda.

Sofía nació ciega
 

El tazón

El tazón

Con mi brazo en jarras contra el suelo de madera me hallo. Soy una taza vacía de porcelana blanca caída en el suelo.

Mis circunstancias: el plato en el que me apoyo y la cucharilla que siempre agita mis contenidos, están también por los suelos a escasos centímetros de mí. Unos zapatos fanfarrones que se alejan repiqueteando por este mismo suelo de madera podrían explicarte cómo hemos llegado hasta aquí.

Lo cierto es que aquí me encuentro y soy incapaz de cambiar de postura, al menos de momento. No se está mal a ras de suelo, se tiene una visión nueva de las cosas, sobre todo cuando se es una taza de porcelana como yo cuya función nunca sería de la de yacer o reptar.

Habíamos tenido una discusión esta mañana esos zapatos displicentes y yo debido a que han osado invadir mis dominios, la mesa baja de fumar en la que reino y gobierno, pieza estrella del salón por ser de un material y forma exquisitos.

Yo campeo a mis anchas siempre por esta mesa y esta mañana se vinieron a posar los zapatos también sobre mi bello olimpo lacado invadiendo así mi espacio vital. Haciendo un gran esfuerzo de contención logré reprimirme e ignorarles apenas unos minutos pero al ver que se habían instalado para quedarse me comenzó a hervir el café en las venas y mascullé, aún entre dientes, una observación sutil que mis contrincantes zapatos no se molestaron en registrar. Fue ahí cuando elevé la voz de tal manera que se giraron en redondo y con ayuda de la persona que estaba embutida en ellos me plantaron en el suelo y salieron huyendo. Mi primera reacción fue pensar que más bajo no se puede caer, en su caso y en el mío.

Probablemente los zapatos galopantes han querido así darme una especie de lección y enseñarme cómo es su vida habitual, tan rastrera a ras del mundo.

Eso sí, tengo que reconocer que me han tratado bien, no puedo decir lo contrario porque me han depositado con relativo cuidado en el suelo y han tenido la deferencia de colocar a mis circunstancias familiares a mi alrededor y eso siempre conforta.

En honor a la verdad diré que estoy mucho más relajada aquí que encima de la mesa donde siempre estás expuesta a que te tiren con el borde de la falda o de un manotazo descuidado y esta madera noble del suelo con sus vetas alargadas es algo a lo que podría acostumbrarme. Me parece que me voy a quedar una temporada por aquí. y a lo mejor hasta aprendo a taconear aunque en mi caso sería más correcto decir tazonear...

   

El canto de sirenas

El canto de sirenas

El cielo atravesaba por una extraña serenidad, las gaviotas lentamente se alejan y dejan de rasgar con sus alas las bajas nubes, y éstas blancas y brillantes escultoras de formas imaginarias, levemente van aflojando su paso, el poderoso Eolo busca reposar su pasional quietud en la blanquecina y suave arena que cubre el rededor de esta anciana isla, tan llena de verdes espesuras y tonalidad de especies.

 

Reptadoras lagartijas suben por los ajustados cuerpos de las palmeras que de vez en cuando ayudadas por el viento marino se agachan para intentar rascar con sus palmas la ribera; una de esas lagartijas, larguirucha y pálida, cae abruptamente y cuando toca suelo corre hacia la orilla de la playa, se queda inmóvil, quizás mirando la brillante y espumosa ola que viene, la escudriña con leves movimientos y cuando el agua se acerca, la lagartija sale huyendo hasta ponerse a salvo, retrocede un poco más y asustada por la fuerza del oleaje se acerca a las hierbas y se pierde en la vegetación.

 

Un hombre alto de piel morena, con el torso desnudo y resplandeciente, camina remojando sus pies, puestos al descubierto por los dobladillos de aquel pantalón gris, en el borde del agua, cuando ésta se retira, el hombre mira el suelo y toma una enorme y marmórea caracola, la levanta y la observa fija y detenidamente, como tratando de desentrañar sus misterios, la lleva a su oído buscando evocar el rugido de la mar, le suena y le oye, extrañamente el sonido se empieza a extinguir como alejándose de forma lenta hasta que desaparece, su lugar ahora es ocupado por un canto femenino, dulce y profundo, sireno. El hombre solo frunce el entrecejo en aparente signo de incomprensión, su rostro cambia cuando el canto ocupa todo el espacio de la caracola, retira a ésta de su cabeza un poco intimidado, pero el canto ya ha rebasado las fronteras de la concha, todo lo inunda y todo lo demás calla, el hombre lleno de admiración retrocede y suelta la caracola mientras unas lágrimas sucumben ante tal belleza, cae en la cuenta que tal cosa viene de la mar, pues en ningún otro lado puede tener su nacimiento tan hermosa voz. Durante largo tiempo el canto sigue y el hombre ha decidido subir a la punta de un peñasco para mirar, si es posible, a tan noble dama, cuando cree ver algo a la distancia, la deliciosa melodía empieza a huirse paulatinamente y, cuando desaparece del todo, los demás ruidos regresan de manera rugosa, la otra música, a la que él está tan acostumbrado y disfruta todo el tiempo, se queda sentado al borde de la roca y enjuga las lágrimas, se siente tranquilo; al poco rato decide levantarse y marcharse de regreso a la aldea. Cuando llega, todos están en sus actividades normales, pareciera que nadie más escuchó el canto; decide no mencionar nada, por miedo a que se le señale de lunático o enfermo.

 

La siguiente mañana, el hombre va directo a su trabajo, con su machete al cinto y un sombrero de paja carcomida, un morral de cuero cruza la abertura de la camisa que sólo se detiene ante un enorme nudo a la altura de la cintura y arremangada hasta debajo de los codos. Después de andar una hora por una vereda llega a la cañada, se junta con los demás jornaleros, éstos hablan de la borrachera de la noche anterior, de las mujeres del pueblo o del trabajo; sin embargo, este hombre calla su secreto, se le revuelve en el corazón, quisiera decirlo a todos, pero lo calla. Llega el patrón y les da indicaciones de que comiencen a trabajar, que corten más caña que el día anterior, que pobre de aquel que corte menos, pues puede reducirle su pago, también perderá el trabajo.

Después de trajinar arduamente los jornaleros suspenden las labores de ese día, pues el sol todo lo consume; el hombre saca de su morral una botella de agua y unos chorizos envueltos en un trapo ajado, el patrón a su vez llama a todos los empleados para darles su pago, pues es sábado; el hombre se levanta y se pone en una lenta fila de veintena trabajadores sudorosos y extenuados, cuando llega a la mesa del patrón, debajo de aquel frondoso y alto árbol, el patrón le paga solo la mitad de lo que le corresponde y lo amenaza que si el lunes trabaja igual, ya no tendrá trabajo alguno en el cañaveral. El hombre se molesta, intenta discutir con el patrón ésta injusticia y argumentar que hoy cortó más caña que ayer, la mirada del patrón se clava en la de él y en ese instante su guardián amaga con ciertos movimientos que no llegan a concluir en propinarle una buena paliza si le discute al patrón. El hombre se marcha balbuceando palabras entre dientes que no alcanzan a convertirse en sonidos inteligibles, va triste y junto a él viajan, en sus bolsillos, la rabia, la impotencia y la miseria; regresa hasta la playa, y no escucha el canto del día anterior. Una ola va descubriendo el terreno, otra caracola irrumpe ante sus desnudos pies, la levanta y la vuelve a llevar a su cabeza, el sonido marino se huye lentamente y el canto vuelve a emerger desde el linde entre el cielo y la mar y cobijando con un suave manto todos los rincones, el hombre deja caer la concha y se sienta en la orilla a llorar de alegría.

Al poco tiempo, siente que ha marginado sus odios, cuando la armonía ha descendido en sus entrañas liberándolas, la sublime voz se va alejando hasta que desaparece, el hombre se levanta sosegado, deja que las lágrimas sigan resbalando por el moreno rostro. Regresa al pueblo, la gente lo mira, él no mira a ningún lado, solo la melodía ronda su pensamiento, intenta imaginar a la mujer que le canta, pero lo abruma tanta hermosura, se va directo a su casa, no habla ni mira a su patrono, se acuesta en un petate y duerme complacidamente.

 

 La semana siguiente, el hombre vuelve a la playa a escuchar el canto, sabe que es el único lugar donde se siente seguro en el mundo, donde puede escapar de la miseria, no la de él, sino la del patrón.

 

Desde entonces la mar arroja caracolas a la playa para que los buenos hombres templen su ira y apacigüen sus fantasmas, aunque no todos corren la misma suerte: sólo los más afortunados encuentran a la sirena.

La imagen es de un cuadro de Soledad Fernandez