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LAS HISTORIAS DE QENA

Sofia

Sofia Lo último que Enrique pudo entrever, mientras que se le cerraban los párpados como losas de mármol, fueron los finos tobillos de su esposa, alejándose armoniosamente sobre zapatos negros con tacón de aguja. El repiqueteo de los tacones sobre el piso del apartamento se alargó como un eco imposible en su mente. Unos instantes antes, la taza había caído de sus manos e inexplicablemente, había ido a chocar contra la sonrisa enigmática de Sofía que, irguiéndose en silencio desde su posición de yoga en el suelo, se disponía a marcharse. Unos minutos atrás, la voz de ella le rodeaba, sinuosa, mientras que Enrique, sentado en la alfombra grisácea, impregnaba sus labios con el líquido humeante y rojo, sin apartar su mirada de aquella boca apetecible que emitía para él mensajes vacíos de significado. Las manos de Sofía le habían ofrecido el té, y esas mismas manos habían seleccionado la cantidad y los ingredientes necesarios para preparar la infusión definitiva.

Daban las cinco de la tarde en el reloj de pared, cuando la tetera silbaba, avisando. A las cuatro y media Sofía era recibida por los saludos rutinarios de Enrique, de los que ella se desembarazaba con un gesto sutil de desgana que ocultó. A las tres de esa misma tarde, los gestos de Sofía se mecían entre la ternura y los rescoldos de la lujuria, muy lejos de Enrique, en los aledaños del olvido.

El día anterior, las conclusiones a las que ella llegaba, tras plantearse el futuro con su pareja, le provocaban un escalofrío que recorría su espalda y venía a instalarse en su corazón, congelándole para siempre. Hace ya unos meses de su regreso de Túnez, en donde Sofía se reencontró con sus más bajos instintos y con el fulgor de la esperanza. Han pasado años desde que su marido no le pone una mano encima, ni para acariciarla, ni para golpearla. Al principio de casados las distancias eran cortas y el infierno era cohabitado por estas dos almas sin guía. Ella siempre en busca de un verdugo, él ansioso de víctimas.

Cuando se conocieron, fue como mirarse a un espejo. En la pubertad, Sofía era violada repetidas veces por su padrastro. La mente de Enrique se retorcía como un gusano entre las llamas, imbuido en el aislamiento de su celda de castigo, siendo huérfano y tan sólo un niño. Al igual que su muerte, su nacimiento fue noticia: fue encontrado entre las bolsas de la basura, en un contenedor, con el cordón umbilical aún sangrando, una fría mañana de invierno. Cuando Sofía no era más que un proyecto de hermosura, un amanecer, acurrucada entre los brazos de su madre inexperta, que se había desvelado empeñada en que tomase el alimento de su pecho; sus párpados se despegaron por vez primera, atraídos por la luz tenue que se filtraba tras los cristales de la clínica; no alcanzó a ver las lágrimas de su madre, sin embargo, que, emocionada, repetía sin cesar su nombre de leyenda.

Sofía nació ciega
 

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