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LAS HISTORIAS DE QENA

Solo cuatro palabras

Solo cuatro palabras  

--¡ No Josefina, así no!

 

Tan sólo cuatro palabras bastaron para que su vida hasta ahora se derrumbase como un castillo de arena. Fueron dos negaciones, un adverbio y un sustantivo, que como una clave secreta activó un mecanismo escondido, enterrado en las profundidades de su conciencia, ansioso por rasgar la superficie que permitió liberarla de su mundo. Un mundo sin mañana sin futuro, con muros de tristeza, aprisionada como una sirena asustada en una esponja de lágrimas, absorbiendo los odios, la ira, de los demás y de su entorno.

 

Josefina estaba a punto de servir el café a la mesa número ocho cuando se percató de que había olvidado tanto el azúcar como la crema. Alarmada, pálida, con una sonrisa insegura, disimulando, volvió sobre sus pasos dirigiéndose a la cocina. Pero antes de pudiera enmendar el entuerto, su marido, apoyado en la barra, que aprovechaba cualquier motivo para descargar su resentimiento sobre ella, le escupieron las cuatro palabras, como cuatro cañonazos, cargados de odio y de metralla.

 

--¡ No Josefina, así no!

 

Josefina acostumbra a ser la víctima, encogió su cabeza entre los hombros y cerró los ojos, veterana en capear berrinches y temporales. No obstante, sucedió lo inesperado, lo imprevisible. Cuando aún se negaba el silencio a engullir las palabras arrojadas por la boca de José, su marido, Josefina se irguió y abriendo los ojos como si fueran dos lanzallamas, que lo devoraban a todo y a todos con su mirada, avanzó de nuevo hasta plantarse en medio del local. Ante la mirada furiosa de su marido y la huidiza de su madre, camuflada detrás de la caja, con una tranquilidad que incluso aterrorizaba, dejó caer Josefina de su mano la cucharilla, la taza y el platillo. Mientras los objetos se deslizaban hacia el suelo, observaba el ambiente: el rencor y la impotencia de su marido; la cobardía y el asco de su madre; la mirada fría de su padre, cuyo rostro de toro sobresalía amenazador por el resquicio del ventanuco de la cocina; los clientes, los de siempre, que parecían ya muebles con patas y que pertenecían desde hacía décadas al inventario; el viejo mostrador de madera pulida; las paredes del local, canosas con el amarillo de los años; los manteles, que parecían tableros de ajedrez desgastados; las pesadas cortinas rojas que ocultaban la puerta de salida, en donde se filtraba con valentía un luminoso sol de invierno. Todo era gris; todo olía a esclavitud y dependencia. Por último, sus ojos perforaron las sucias vitrinas para posarse en la avenida soleada repleta de plataneros. El viento mecía las ramas desnudas de los árboles que en un eterno saludo siempre se acordaban de ella. El viento, el sol y las arboledas habían sido su único consuelo en largas jornadas cuajadas de hastío, hasta hacía poco.

 

A medio camino en su descenso, antes de que la cucharilla, o al menos la taza y el platillo culminasen su suicidio, la ley de la gravedad optó por dormirse. Los tres objetos flotaban inmóviles en el aire. Parecía como si esperaran, agradecidos por las innumerables caricias de Josefina, a que el mecanismo libertario de ésta consiguiese alcanzar la superficie y se saliese con la suya. La incitaba a razonar, a comprender, a encontrar la luz que la esperaba. Y Josefina aprovechó la tregua que el tiempo le concedía para hacer un breve repaso de su existencia, tanteando en la vaga oscuridad de los recuerdos, en busca de los orígenes de su dolor...

 

Sus primeras imágenes de la infancia, deseosa y presurosa de obtener la ternura de sus padres. ¡ Cómo no! Todos los hijos aman a sus padres y Josefina no era diferente. Se acordó de las manazas de su padre que la lanzaban por los aires y que semejaban las blancas tiernas alas de una paloma, para convertirse con el paso de los años en garras negras de cuervo que la dañaban, que le negaban el deseo de convertirse algún día en una mujer...

 

Buscó el apoyo de su madre, pero ella la rechazaba, como si su cariño la quemara, la dañara. Ésta, acostumbrada a vivir en tinieblas y como un siervo fiel, al dejarla sola, abandonada, la entregaba de nuevo a su padre, que no soportaba ni su pureza ni su belleza. Según crecía y poco a poco se convertía en una adolescente, aprendió a detestar la soledad, a rehuir la figura de su padre, evitándolo, escondiéndose por los rincones de la casa.

 

 Con el despertar de su mancillada juventud aparecieron los primeros brotes de rebeldía. Se oponía a las decisiones salomónicas de su padre, a los juicios sumarísimos, producidos por cualquier necedad, para hacer de escudo, protegiendo a sus dos hermanos menores, que buscaban tanto su ayuda como sus afectuosos achuchones. Los dos, uno después de otro, habían podido escapar, abandonando hacia años el seno familiar.

 

Conoció a José, su marido, en la escuela. Lo conocía desde siempre, compañeros infatigables de juego. No lo amaba, pero lo quería. Además, no veía en él una amenaza. Por este mismo motivo, apenas cumplidos los veinte,  cuando le hizo una propuesta de matrimonio, aceptó gustosa. Poco después de la boda, las caricias tímidas, los esbozos de ternura, incluso la comprensión, dejaron paso al resentimiento, al odio y la ira. Josefina estaba convencida de que a partir de su unión con José las cosas cambiarían. Se equivocó. Su marido se convirtió en otro guardián más. Quizás el peor, el más malvado. Josefina se escapó de una cárcel  para entrar en otra más vigilada. Fue un cambio de celda.

 

Los años volaban, pero las horas se pegaban al reloj; le hacían la competencia a la eternidad. Decían que el sueño es el hermano de la muerte y ella lo único que deseaba era  acostarse, cerrar los ojos para no despertar nunca más. Entonces, cuando la esperanza era ya una luz diminuta, perdida en el fondo de los océanos de su amargura, apareció él. Al principio otra sombra más, del montón.  Pero mientras más conversaba con ella, más alumbraban sus palabras su corazón. ¡ Quién lo diría! Esta bella historia de amor comenzó como es debido, como las matemáticas, por la pura y simple comunicación.

 

Ella descubrió que el amor no era tan sólo cuatro palabras, o cinco minutos manoseada en la oscuridad entre gemidos animales. Había mucho más: ternura, cariño, entrega desinteresada. Descubrió también el sexo, la lujuria sana, y que las manos de un hombre no están sólo para hacer daño. Y él tenía las manos pequeñas, suaves. Por primera vez en su vida, en los pocos ratos que lograba escapar de su cárcel, fue feliz.

 

Josefina  hipnotizada,  tenía puesta su mirada en los objetos que seguían flotando estáticos en el aire, hasta que en un momento preciso su espíritu se liberó emergiendo a la superficie. Comprendía por fin, que aunque ella no era la culpable de los odios y el resentimiento de su entorno, no volvería aceptar jamás la carga que los otros le imponían. Ella era más fuerte que ellos, por eso la detestaban. Supo que era como un espejo, en donde sus virtudes reflejaban los defectos de los otros. Consciente de ello, descubrió que no había ni cárcel ni carceleros si ella no lo consentía. Su voluntad era la llave que le permitía encontrar la puerta de salida.

 

De repente, la ley de la gravedad despertaba ofendida y los objetos se lanzaban en picado hacia abajo. Josefina perdía terreno. Por unos instantes la amargura y el miedo que durante toda su vida la había; acompañado, se hicieron dueños de la situación. Pensaba que cuando la taza y el platillo se estrellasen contra el suelo haciéndose añicos, al mismo tiempo, su esperanza, como una burbuja frágil de cristal, saltaría en mil pedazos. Pero  ada de esto sucedió. Tanto la cucharilla como la taza y el platillo golpearon el suelo con un leve tintineo. Éste tenue tintineo se convirtió en un suave sonido que sabia a gloria, y que de un salto se alzaba por los aires para posarse en su boca, contagiando a  Josefina. El síntoma más revelante de esta maravillosa enfermedad era el esbozo de una sonrisa, que luchaba con éxito por abrirse camino entre las comisuras de sus labios.

 

Josefina ignoró a los clientes que la miraban con la boca abierta y cara de idiota. Lanzó su delantal al vació y se dirigió hacia la puerta, haciendo caso omiso a los gritos angustiados de su marido:

 

-- ¡ Josefina!,¡Josefina¡ ¿A dónde vas? , ¡Vuelve!, ¡Josefinaaaaa!

 

Eran ecos de derrota y los tacones de Josefina golpeaban el suelo produciendo casi chispas, como si fueran llamas, que reflejaban la luz de su victoria, la alegría de su recién obtenida libertad. Salió a la calle y el sol se arrojó a sus brazos, como un viejo amigo. El aire mecía sus cabellos; le acariciaba la espalda con cariñosas palmaditas; le susurraba; le anima a seguir adelante. Iba a su encuentro, en busca de él.

 

Claro que era algo hermoso saber que él la amaba, que ella era una parte muy importante de su universo. Pero no era el amor el motivo principal de su dicha, sino que por fin era consciente de que le había perdido el miedo a la vida, de que por fin le había dado la espalda a su ausencia y el olvido.

 

Josefina desconocía, ignoraba, que la causa que había producido tal radical cambio, no había sido ni Díos ni el diablo ni el destino, tampoco por arte de magia, tan sólo cuatro palabras.

 

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