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LAS HISTORIAS DE QENA

Su destino final (parte cuarta)

Su destino final (parte cuarta)  

Sin parar de hablar el anciano desplegó con parsimonia la mesita, depositando sobre su base un termo con café y una bolsa repleta de bocadillos. Apenas tenía equipaje, tan sólo un estuche de cuero negro, que mantenía siempre bien sujetado bajo el brazo.

 

- Sí, sus discursos son muy interesantes - habló por llenar el vació.

 

-¡Ay, qué descortés! Me llamo Homonono Martín Martín, soldador retirado, para servirle - se presentó el anciano.

 

- Yo José Pérez Moreno, del sindicato bancario- afirmó con más información de la necesaria, para que lo otro no lo siguiese perforando con una interminable sarta de preguntas.

 

- Encantado

 

- Igualmente – respondió con un fuerte apretón de manos.

 

Él se percató que la mano de su supuesto homónimo era suave al tacto, delicada, de pianista.

 

- ¿Quiere café? - y antes de que pudiera responder, ya le venía encima la siguiente pregunta, - ¿Y un bocadillo?

 

- No gracias, me contentaré sólo con el café – le costaba contenerse y no mandarlo al diablo u otra cosa peor; pero le iba cogiendo confianza al papel que representaba.

 

El anciano sirvió el café en dos vasos de plástico. Antes de que bebiera un trago del suyo, el anciano se lo impidió con un gesto y le guiño un ojo con picardía. Seguidamente extrajo una petaca de su bolsillo y vertió un chorro de aguardiente en ambos cafés. Sonrió mientras lo hacía.

 

- Es bueno para el reuma - sentenció con guasa.

 

- Seguro - respondió él con otra sonrisa postiza. Empezaba después de todo a encontrar simpático al anciano.

 

Entre charla y charla y disfrutando del paisaje, que deslizaba veloz por la ventanilla, transcurrió el tiempo en un vuelo. Sólo una vez se alarmó. Se había quedado casi dormido con el suave vaivén del tren, cuando advirtió que el viejo lo observaba. Abrió los ojos topándose con el rostro del anciano que lo contemplaba, para su gusto, de manera muy extraña. A continuación, el viejito desvió su mirada hacia el paisaje al mismo tiempo que emitía un chasquido de desagrado con la lengua. Él no le dio importancia al incidente. Pensaba que eran manías de un viejo loco.

 

Por fin llegaron con algo de retraso a La Línea de la Concepción. Caminaron juntos por el anden, hasta que él dijo que tenía que llamar por teléfono a su mujer, para decirle que ya había llegado. Se excusó ante el anciano, feliz de poder zafarse de una compañía tan pesada. El anciano no puso reparos.

 - Sí, sí, no se preocupe. Ya nos veremos luego en la iglesia. – afirmó el anciano con un gesto vago con la mano, como si lo quisiera despachar ahí mismo.- Sí, hasta luego - se alejó aliviado. Su silueta se perdía por los andenes, entre la muchedumbre de viajeros que se desparramaba bulliciosa por la estación.  

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