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LAS HISTORIAS DE QENA

Su destino final (parte tercera)

Su destino final (parte tercera)  

Bajó silencioso las escaleras y se alejó por la acera en sombras evitando los encuentros. Lejos de su barrio tomó un taxi que lo llevó a la estación central. Una vez allí compró un billete de ida y vuelta a La Línea de la Concepción. Le sobraba el tiempo, así que se sentó en puesto donde ofrecían café y bocadillos, cerca de los andenes. Consumió un sándwich de jamón y un café con leche. Mientras alimentaba a las palomas con migas de pan, descubrió que se sentía arropado entre tanto ruido, observando a la multitud de individuos grises que pasan por su lado sin verlo, esbozos de vida anónimos, derrotados como él. Ya había notado en el taxi que un objeto cuadrado y duro en el bolsillo interior de su chaqueta le molestaba. Lo sacó con disimulo. Se trataba de un librito con capítulos del antiguo testamento. No pudo más que sonreír por lo bajo. Lo ojeó. Sabía que lo había leído en la escuela. De lo único que se acordaba, era la historia de Caín y Abel. Qué simpático le había caído Caín. En aquel entonces estaba convencido de que Abel había estafado a Caín y por eso mismo, éste lo había matado. Qué se creía aquel rubito con ricitos y de tiernos ojos azules. Se lo tenía bien merecido, por presumido y prepotente. Los altavoces de la estación anunciaban la entrada de su tren y él logró por fin enterrar en su mente hermética los recuerdos del pasado. Avanzó sosegado por el anden en busca de su vagón de segunda clase, sorteando a los viajeros que se le cruzaban por el camino. Se instaló en su departamento, relajado por no tener que compartirlo con nadie. Se desabrochó la chaqueta y la colocó sobre el portamaletas. Situó la bolsa de viaje entre sus pies. Finalmente se acomodó en el asiento al lado de la ventanilla. Faltaban apenas unos minutos para que partiera el tren cuando la compuerta del departamento se abrió. Apareció un anciano de rostro bonachón,  flaco, enjuto, de pelo blanco ensortijado, con las cejas pobladas en franca rebeldía, de gestos lentos‚y temblorosos. Parecía como si estuviera a punto de desarticularse, de romperse en cien pedazos. Le sonrió amable, con una risa contagiosa, dulce. Pero lo más enigmático de su rostro, era la mirada risueña de aquellos ojos azules luminosos, claros y profundos.

 

--¡ Buenas! ¿ Está este sitio libre? -- saludó el viejito amable, mientras señalaba el otro asiento al lado de la ventanilla.

 

El asesino afirmó con una apenas visible inclinación de su cabeza.

 

--¿ Qué?, ¿ De viaje, joven?

 

-- Sí

 

- Ah ¿Y a dónde va, si se puede saber?

 

Se quedó mirando al anciano un momento antes de responder.

 

- A la Línea de la Concepción

 

- Pues yo también. ¡Qué alegría! No sabe usted lo aburrido que es viajar solo – e ignorando las molestias que su lengua vivaracha originaba en su ya irritado oyente, continuó con su purgatorio de preguntas, - ¿Va usted a visitar a la familia o de negocios?

 

- Ni lo uno ni lo otro - deseoso de que el viejo se callara de una vez.

 

Y después de observarlo unos instantes volvió al ataque con sus preguntas:

 

- ¿De paseo?

 

- Sí -dijo con un suspiro.

 

- ¿Y cuanto tiempo se queda?

 

- Un día - respondió desesperado

 

- Yo no. Me quedo una semana. Voy a visitar a mis nietos. Pero esta tarde acudiré a la misa de nuestro párroco rebelde, Eusebio López Aguirre – y ante el cambio de postura de su interlocutor, que demostraba de repente dar muestras de interés por el giro que tomaba la conversación, lo volvió a interrogar, - ¿Lo conoce?

 

- Sí... Ése es el motivo de mi viaje -- No pudo más que decirle la verdad. Cabía la posibilidad de que se volvieran a encontrar de nuevo durante la misa y no quería despertar sospechas innecesarias.

 

Ah ¿De verdad? ¡Qué coincidencia! - y alegó, - No es mala persona, aunque sea un poco cabezota y siempre este buscándole tres pies al gato. Además, algo de verdad si que tiene el curita. ¿No le parece?

 

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