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LAS HISTORIAS DE QENA

Su destino final (parte segunda)

Su destino final (parte segunda)  

A medida que se concentraba en el trabajo y se sumergía en el dossier, cada célula de su cuerpo recobraba la energía perdida. Sentía como una sensación de entusiasmo lo invadía. No, no era la sensación de poder, de enfermiza venganza cuando apretaba el gatillo ante los ojos aterrados de su víctima. No, no era en sí el asesinato. Lo que en realidad le hacía sentirse vivo, era la organización, el planteamiento del mismo, hasta sentir, pensar o actuar como su víctima, antes de asesinarla. Era como un actor insuperable, pero sin fama, desconocido, escondido entre las sombras. Eso le bastaba.

 

Sabía de antemano que su trabajo, sí así se lo podía llamar, no tenía finalidad alguna. Sólo servía para preservar el poder de los de siempre. Pero eso a él le traía sin cuidado. Había perdido su moral y la conciencia con su mujer embarazada de tres meses acuchillada y violada en un callejón oscuro, cerca del hospital en donde trabajaba como enfermera. La habían maltratado, asesinado, sin más, sólo por placer, sin motivo alguno. Eran cuatro sus verdugos. Los cazó a todos, uno después de otro. No tuvo problemas con la justicia. Tan sólo lo expulsaron del cuerpo de policía y zanjado el asunto echó tierra por medio. Más tarde se dio al alcoholismo, hasta que un viejo amigo que también había sido policía, le ofreció un puesto como sicario dentro del hampa. Ya había matado, así que no tuvo ninguna dificultad en convertirse en un asesino, en un ángel exterminador. Con cada crimen que cometía adquiría conciencia de artista al mismo tiempo que su reputación aumentaba.

 

Inerte, pero bien vivo y tenso, como cocodrilo de pantano al acecho, absorbía las informaciones necesarias. Una última nota le obligó a reaccionar: “ Eusebio López Aguirre dirá la misa el doce de abril a las siete de la tarde en la parroquia de Santa Ana en la Línea de la Concepción”. Echó una ojeada rápida a su reloj.

 

- ¡Maldita sea! Hoy es el doce de abril - Masculló entre dientes.

 

Cómo podía haber sido tan descuidado. Por qué había esperado tanto en abrir el sobre. ¿O es que se estaba volviendo viejo? En fin, ya no tenía sentido quejarse. Volvió de nuevo a consultar la hora. Aún estaba a tiempo de despachar al curita. Hasta la Línea de la Concepción eran tan sólo cuatro horas de tren. Si conseguía coger el expreso de la una, se presentaría allí a las cuatro, y a eso de las cinco seguro que estaba en la parroquia de Santa Ana, con tiempo suficiente para estudiar los alrededores y su por supuesto, a su víctima. El siempre había encontrado el momento idóneo, el instante decisivo para finalizar con éxito sus trabajos.

 

Pero era una lastima, por esta vez, no poder disfrutarlo más a fondo, pensó.

 

Se alzó por fin, se afeitó y se duchó. Con sumo esmero limpió y aceitó su pistola, una Mágnum. Se vistió con una camisa blanca, pantalones de lana negros y zapatos y calcetines del mismo color. Se miró con detenimiento en el espejo. Por último, se plantó con los brazos en jarras delante del ropero abierto, buscando que pieza debía ponerse encima de la camisa, cuando sus ojos, con una expresión de triunfo, se posaron sobre una vieja chaqueta de pana marrón, reliquia de su estancia en la brigada criminal.

 

- ¿Por qué no? - exclamó satisfecho.

 

Se abrochó la chaqueta y por segunda vez se paró delante del espejo.

 

- ¡Sí señor, qué bien té queda todavía! - por primera vez, desde hacia días, o semanas, sonreía.

 

Introdujo con cuidado la pistola y el silenciador envueltos en un trapo dentro de su bolsa de viaje. Se encasquetó una boina negra y cogiendo su liviano equipaje se dirigió hacia la puerta. Pero antes fue un momento a la cocina. Observó la mesa, el cenicero rebosante de colillas, las paredes, y por un instante muy breve sus rasgos de dulcificaron. Fueron sólo unos segundos.

 

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