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LAS HISTORIAS DE QENA

Angela

Angela  

El sonido de la puerta al cerrarse retumbó en toda la habitación. Ángela se había marchado, y esta vez, como había ocurrido en anteriores ocasiones, existían los indicios necesarios para llegar a la conclusión de que Ángela no volvería jamás. Dionisio lo sabía, no era la primera vez que ocurría. Siempre era igual, una cuestión de tiempo. Ninguna mujer era capaz de resistir la forma de amar que tenía Dionisio, si es que era amor lo que realmente transmitía. Ángela invadía todo en él, aunque a su manera, una manera muy especial que tan solo él era capaz de reconocer. Desde que la había conocido hacía ya mas de dos años, ella se había instalado cómodamente en su corazón y en todo, absolutamente en todo lo que él hacía o decía, Ángela estaba presente. Era imposible hacer o sentir sin que su imagen se precipitara por delante predeterminando de forma inconsciente sus decisiones y su actuar. Cualquier posibilidad de disfrutar o tan solo de sonreír, dependía de ella. Pero eso Ángela no lo sabía. Desde hacía dos años ella se debatía entre el amor y el desamor por Dionisio. A los buenos momentos de pasión le seguían otros de total rechazo, abandono y casi indiferencia, que mataban cualquier anhelo o esperanza que ella pudiera albergar. Plenitud y vacío se entremezclaban y se sucedían sin solución de continuidad y el corazón de Ángela no pudo aguantarlo ni un día más. Sufría y no entendía nada. Palabras y hechos entraban en continua contradicción y mientras tanto el alma se le iba haciendo pedazos. Lo habían hablado mil veces y Dionisio siempre le había prometido que cambiaría, pero él nunca lo llegó a conseguir. Mas temprano o más tarde él huía, desaparecía, la abandonaba, para luego volver como un loco desdichado ávido de ella. Ella nunca logró entender lo que pasaba y él no era capaz de explicárselo.

 

El recuerdo de aquella maldita noche, se había quedado pegada a la memoria de Dionisio de forma tal, que era imposible despegarla. Quería olvidarla, ser él mismo, vivir una vida incondicionada, libre de obsesiones, pero el recuerdo era más poderoso que el ánimo y el deseo de sobrevolarlo y siempre le ganaba la partida. Ya había sucedido antes. Todas las mujeres que habían logrado abrir la puerta de su corazón, habían terminado derrotadas y se habían marchado dando un portazo. Ninguna, ni la fuerte y valerosa Ángela, habían podido vencer el fantasma del pasado.

 

Aquella noche, cuando la puerta se cerro y Dionisio quedo tumbado en el sillón, aquella terrible escena volvió a su mente. Cada vez que una mujer le abandonaba definitivamente, cada vez que la derrota se apoderaba de la esperanza, la escena se volvía a instalar en la cabeza de Dionisio, como si de una película se tratara.

 

Mientras el desastre no ocurría, él lograba, al menos conscientemente, no reproducirla, pero cuando ellas se marchaban para no volver, cuando se quedaba solo, la escena volvía a apoderarse de Dionisio para acompañarle en su existencia agónica. Esta vez, no quería que fuese igual, quería destapar al fantasma del pasado y, casi sin darse cuenta, se dirigió a la puerta y a gritos desde el descansillo la llamo para que volviese. Al oír los gritos, Sofía se quedo petrificada. Nunca le había oído gritar de aquella manera. Otras veces se había marchado de su casa y nunca había hecho nada por impedirlo. Esta vez, estaba emitiendo una señal desesperada. Entonces, sin saber muy bien porque y sin reflexionar su decisión, volvió sobre sus pasos y deshizo el camino andado desde el portal hasta el apartamento de Dionisio.

 

Cuando él la vio aparecer, se puso hablar sin darle derecho u opción a decidir si quería o no escuchar lo que él le ibas a contar. Ella se quedo impasible, sin expresión en el rostro, mirándole fijamente como sí irremediablemente no hubiese otra opción que escucharle pero con un agotamiento difícil se recuperar.

 

Dionisio comenzó su relato: Tan solo tenía cinco años y era un niño feliz. Adoraba a mis padres y ellos me adoraban a mí. Nada especial ocurría en nuestras vidas pero la "calma" o "rutina" de mi hogar era para mí la felicidad más absoluta. ¿Qué podía pedir un niño a esa edad?. Un padre que trabajaba sin cesar, que me daba todo cuanto pedía y no faltaba nunca a su cita de beso y buenas noches. Una madre entregada, que siempre estaba allí, que me acompañaba al colegio, me compraba la ropa que me gustaba, me hacía tortitas con nata y sirope cuando había tenido un mal día, me dejaba jugar en la bañera con mis soldaditos de plástico hasta que la piel de los dedos de mis manos y mis pies se quedaba arrugada como una uva pasa, me escuchaba aquellas batallas colegiales interminables, me abrazaba cuando estaba triste y me reía todas las gracias. Un mundo perfecto, un escenario ideal para un niño que comenzaba a despertar en el mundo de las emociones y los sentimientos. Pero toda la magia se esfumó, desapareció como el conejo desaparece de la chistera del mago, pero sin humo, sin polvitos mágicos, en el tiempo que tarda en sonar el chasquido de unos dedos y ............. desde aquella noche nada pudo ser ya igual.

 

Eran las nueve de la noche de un Lunes cualquiera. Yo estaba en la cocina con mi madre, bañado, repeinado a lo "Carlos Gardel" y con mi impecable pijama de rayas azules y verdes recién planchado abrochado hasta el último botón. En la cocina, el olor a colonia infantil se mezclaba con el olor de la tortilla francesa que mi madre estaba preparando. Yo no paraba de hablar y hablar como de costumbre, intentando contarle a su madre lo malvada que era mi profesora de matemáticas y el estúpido e injusto castigo que nos había impuesto a toda a la clase. Mi madre me escuchaba ausente, lo cual yo, en mi ingenuidad, interprete como un elogio e interés hacia mi relato. Así que continué, hablando sin parar, aprovechando que mi madre no me interrumpía, como era habitual - siempre lo hacía para corregirme expresiones o censurar alguno de mis comentarios infantiles al profesorado -. De repente, un sonido inusual interrumpió mi relato. Era un sonido familiar, pero no a aquellas horas. Tan solo el sonido del teléfono podía interrumpir aquellos momentos rutinarios de Lunes a Viernes entre su madre y yo. Una llamada de la abuela, de Flora, - la mejor amiga de su madre - o de mi padre -para informar de que se iba a retrasar - podían entremeterse entre nosotros un día de diario a las nueve de la noche. Mi padre solía llegar más tarde, cuando yo estaba en la cama, había leído por una millonésima vez mi libro de aventuras favorito, "la Isla del tesoro" y mis ojos empezaban a cerrarse. Al sonido de la puerta le siguieron unas lentas pisadas interrumpidas en dirección a la cocina. El silencio y la expectación se apoderaron de mí. Mi madre, por el contrario, seguía en otro mundo, enjuagando por séptima vez la sartén que había utilizado para cocinar la tortilla. Parecía que ella no fuera consciente de lo estaba pasando, que no hubiera escuchado el ruido de la puerta o que el mismo no le hubiera sorprendido lo más mínimo. La sombra de mi padre apareció en la cocina y sin saber muy bien porque yo me quede en silencio. Su rostro no era el rostro habitual que tenía mi padre. Aquel hombre que estaba allí, no era mi padre, el seguro, el marido, padre, el hombre de negocios al que todo le salía bien.

 

Mi padre se quedó también callado, apoyado en el quicio de la puerta y mirando fijamente a mi madre mientras ésta seguía dándole vueltas al estropajo sin levantar la vista ni tan siquiera para saludar.

 

Yo observaba atónito la escena. No se atrevían ni a parpadear y mi boca era incapaz de articular palabra

 

 - cosa rara y poco usual en mi.

 

- Me llamó Alberto - dijo mi padre entonces sin mediar saludo alguno.

 

- Ya me lo imaginaba - contesto mi madre sin levantar la vista no volver la cabeza hacía donde estaba su parte.

 La expectación y el asombro iban creciendo en mi interior. No entendía nada. Alberto era un amigo de mi padre, con el que solía jugaba al golf los domingos y salir algún que otro Sábado a cenar.

- Entonces .... ¿es cierto ? - continuo diciendo mi padre -. Recuerdo que en ese momento se me resbaló el tenedor de las manos y que un trozo de tortilla calló al suelo. Aquello no había quien lo entendiera. Mi madre afirmó con la cabeza y por primera vez se dio la vuelta para mirar a mi padre. Aquella mujer que estaba ante mis ojos, tampoco era mi madre. Sus facciones eran totalmente distintas. Sus ojos no eran los mismos. La sequedad que siempre transmitían había sido sustituida por la humedad de unos ojos que yo no lograba identificar - ahora se que son los ojos del amor, pero en aquel momento no era capaz de identificarlos -. Su boca era más cálida, su boca más carnosa y sus pómulos radiaban un rubor que nunca antes había visto en ella. Aquella no era mi madre aunque debo de confesar que por primera vez vi el rostro de una mujer bellísima.

 

Entonces ambos se quedaron fijamente mirándose sin decir palabra durante unos instantes, ajenos en todo momento a mi presencia, para inmediatamente y al mismo tiempo bajar la vista.

 

- Lo siento - dijo mi madre -. De verás que lo siento. Solo Dios sabe que lo he estado evitando con todas mis fuerzas, pero no he podido Julián, te juro que no he podido - Terminó diciendo ella.

 

Mi padre, le pregunto en un tono desesperado que demonios significaba todo aquello que le estaba diciendo, todos aquellos sentimientos de culpa que estaba escupiendo.

 

Entonces mi madre le volvió a decir:

 

 - Que me voy, que te dejo, que no puedo seguir aquí. Que no aguanto más esta situación. Que quiero ser feliz y no lo soy. Que me he enamorado de otro, que .........

 

Mi padre, por primera vez en su vida, perdió por completo los nervios y con las manos tapándose los oídos a gritos le imploró: ¡Para por Dios!. ¡No sigas!. ¡No quiero escuchar más!. ¡Soy un cornudo! ¡todo el mundo lo sabia excepto yo!. Mi mejor amigo.......... Maria, me has matado María, entérate, me has matado en vida.

 

Mi madre se acercó a él e intentó abrazarle pero el se negó y la empujó bruscamente hacia el otro lado de la cocina. Mi madre se tropezó con el mueble de la despensa y creo que se hizo daño. Mi padre salió de la cocina y subió a su habitación. Mi madre se quedó en donde estaba, con las manos tapándose el rostro y moviendo la cabeza de un lado a otro, negando todo lo que en realidad estaba ocurriendo pero sin derramar ni una sola lagrima. Yo, seguía allí, aunque ninguno parecía darse cuenta. Yo, que tampoco era ya yo, el niño feliz que cenaba junto a mi madre recién bañado y le contaba las nimiedades del día, esperando la llegada de mi padre. Desde aquel mismo momento y sin entender con exactitud lo que había sucedido, yo acababa de dejar la infancia, la ingenuidad, la seguridad, los valores familiares para convertirme en un ser solitario, inseguro e incapaz de amar y entregar a nadie ni tan siquiera una parte de mi corazón.

 

Mi madre salió de la habitación sin tan siquiera mirarme. Ni una palabra ni un gesto de calma. Yo ya no existía para ella.

 

Mi nuevo yo, se quedo solo, ante un plato con media tortilla francesa fría y un vaso de leche que ni había probado. Seguí allí sentado no se cuanto tiempo. Oí la puerta de la calle y el coche de mi madre ponerse en marcha. Escuché los llantos de mi padre que salían de su habitación. Escuche en el aire el sonido de la desgracia, de la desdicha y la pena, y en ese mismo instante, me jure a mí mismo que jamás volvería a vivir aquella escena.

 

Mi padre sobrevivió como pudo. Aún vive, en la misma casa donde mi madre le abandonó y rodeado de los mismos recuerdos que estaban cuando ella se marchó. De mi madre nunca más supe. Creo que se casó con Alberto y que al poco tiempo se separó. No sé muy bien donde está, que hace, ni tan siquiera sé si vive. No me preocupa, para mí murió en aquel momento y con ella todas mis ilusiones de niño y también de adulto.

 

Ángela escuchó a Dionisio sin interrumpirle y por unos instantes la historia le enterneció. Parecía que tenía ante ella a ese niño de cinco años, limpio, repeinado e ingenuo que descubría el lado amargo de la vida ante una tortilla francesa y un vaso de leche. Sintió deseos de abrazarle pero no lo hizo. Sencillamente, se levanto del sillón donde se había sentado, cogió su bolso y se dirigió a la puerta. Una vez allí, se volvió hacia donde estaba él y le deseo buena suerte.

 Dionisio no contestó, se limitó a observar como ella se marchaba. Por un momento le pareció estar viendo a su madre, sus ojos, su boca, sus pómulos relucientes atravesando la puerta de su vieja casa. Creyó incluso oír el sonido de su coche ponerse en marcha y los llantos de su padre en el piso de arriba. Se levantó, se dio una ducha, se peinó a lo Carlos Gardel, se embadurno de colonia y se metió en la cama con el pijama abotonado de arriba abajo. En la mesilla su libro favorito, "La isla del tesoro". Lo cogió y se puso a leer esperando a que su padre apareciese y le diera un beso de buenas noches  

1 comentario

miguel -

muy buena me ha impresionado bastante.