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LAS HISTORIAS DE QENA

El olor a humo

El olor a humo

El olor a madera al arder, se queda impregnado en la piel, en el pelo, en la ropa y en mi memoria. Es como si el humo te cubriera con un velo invisible para siempre. Mientras enrollo un papel de periódico para avivar la llama, sentada  junto a las brasas, recuerdo el invierno anterior, en el pueblecito, como si una pequeña cámara lo reprodujera en mi mente.

La casa de piedra, las ventanas cerradas. Afuera niebla y escarcha. Caminos interminables rodeados de montañas. Una Toscana hermosa pero encogida por el frió.

Fue un viaje en avión al pasado, porque es donde ese pueblo se mantendrá eternamente.

El mismo comedor que siempre estuvo repleto de gente, de carcajadas, de platos humeantes, ahora solo lo ocupábamos mi tía y yo. La mesa que siempre se nos quedo pequeña nos volvía diminutas ahora, en su inmensidad de roble.

Pasamos los dos primeros días, una frente a la otra, con las manos apretadas, llorando sin dejar de mirarnos a los ojos. El teléfono siempre cerca, siempre sonando, para volver a empezar, a explicarlo todo, a nadar en una pena que se presentía ya interminable. Mientras ella hablaba, yo miraba las brasas, como ahora, y me ocupaba de avivar el fuego, con la inocente esperanza de que Ali pudieran mejorar las cosas.

Al tercer día salimos a la calle, Alexandro, se había reducido a cenizas y parecía que así pesaba un poquito menos en el corazón, si, lo parecía, aunque no era cierto.

Había tanto que hacer y tan poco tiempo que el día se nos pasaba volando entre visitas al notario, consultas, papeleos, planes de emergencia que inventar para una mujer a la que no le quedaba nada, salvo una casa demasiado cara para seguir pagando y el dolor en los brazos de haber levantado a pulso un cuerpo que formaba parte del suyo, pero ya no estaba.

Por la noche volvíamos a la mesa gigante, solas y abríamos una botella de vino, una de tantas que se iban a quedar en la bodega, cuando marcháramos. Poníamos el mantel de flores, dejábamos la tele de fondo y improvisábamos una especie de cena, en parte por vaciar una nevera todavía rebosante y también para sentir, aunque extraña, un poco de normalidad.

Durante esas noches, que parecían no acabar nunca, mi tía hablaba, una palabra tras ósea, recomponiendo una vida que se le acababa de hacer añicos y yo la escuchaba, no podía hacer otra cosa.

Llevaba dos años en Italia cuando conoció a Alexandro, entonces vivía en una pequeña ciudad muy cerca de Florencia y rodeada de tres murallas , un dato que puede aclara bastante el carácter cerrado de sus habitantes. Pasaba seis días a la semana cuidando un aciano, y el día libre tampoco daba para mucho, así que un día le dio por ojear las paginas de contactos y encontró un anuncio que le llamo la atención.

Viudo, amante de la pesca, busca conocer señora simpática para hacerse compañía mutuamente.

No supo explicarme que fue realmente lo que le gusto de esas palabras, mas bien llamo siguiendo un impulso, una corazonada, haciendo caso al destino, por una vez.

La voz le resulto agradable, firme, familiar y quedaron para el día siguiente, en la “piazza San Michele” para conocerse. Y como ella contaba, allí lo encontró, casi escondido detrás de un árbol, a un hombre grande como un oso, con los pantalones sujetos con tirantes y un sombrero. No era lo que esperaba, hasta que reparó en sus ojos, unos ojitos brillantes, negros como dos canicas que lea miraban entre tímidos y risueños, sintió que valía la pena intentarlo y que la soledad podía desvanecerse con una mirada. Así pasaron a compartí su día libre, paseando, haciendo excursiones por los villas de alrededor, charlando, en definitiva, conociéndose y no paso mucho tiempos para que comenzaran a vivir juntos.

Alexandro tenia un  negocio familiar, un restaurante, y le enseño a elaborar la pasta, para que pusieran trabajar juntos. Ademar era un excelente cocinero, así que mi tía paso en poco tiempo de cuarenta kilos a unos sesenta, pero no importaba, seguía pareciendo pequeña a su lado. Hacían mejor pareja así, decía. Un año después ya eran inseparables, incluso se fueron juntos a Génova, para trabajar en un restaurante de lujo, recién inaugurado, el como chef y ella como ayudante. La experiencia no resulto porque el dueño era un mañoso, gracias al cual, tuvieron el teléfono pinchado durante casi un año,  pero eso si, les quedo como anécdota para contarnos todos los veranos y para confirmar que en ninguna sitio se vivía mejor que en su pueblo.

El resto de la historia yo ya la conocía, una pararte la pase con ellos , pero noche tras noche, la seguía hilando, para acabarla, para vaciarse del todo.

Llevaban una vida tranquila, pasear los veranos con ellos era dejarse arropar por dos corazones enormes, dos seres atípicos, que se pasaban el día riendo, y entonando el canto y no llores para combatir los problemas. La tienda, lasa, la siesta diaria. Él escribía un libro de recetas y ella lo pasa a maquina. Ella dejaba todos los crucigramas a medias y él los terminaba.

Paso un día y otro, hasta que Alexandro enfermo de diabetes, y inexplicablemente eligió morir. Solo tenia que hacer dieta pero ese hombre tan grande, el maestro cocinero, lo dijo bien claro.

Prefiero que me corten las dos piernas a vivir cono un enfermo. Y así ocurrió. Murió un par de años después mientras le practicaban la diálisis. Una semana antes de que le amputaran el segundo pie. Ella lo acepto, ¿cómo llevarle la contraria a un oso? Y mientras me lo contaba no sabia bien si reír o lloras.

Solo llevaban unos meses en la casa nueva, la eligieron porque no tenia escaleras que entorpecieran su paso,. Desde la ventana se podían ver los Apeninos, sus puntas nevadas curaban el corazón, por eso, a veces, nos pasábamos hora mirándolas.

Una tarde, en que mi tía estaba un poco mas animada, me contó que él le había enseñado muchísimas cosas, de la cocina, de la vida, de la ciudad, pero que solo con ella había subido a la torre de la iglesia, las mas alta del lugar, curiosamente coronado por un árbol y con mas de quinientos escalones. Ella se la descubrió y como dos niños pintaron Alexandro y Mariaen una de las paredes interiores. Me enseño fotos de cuando llegaron a la cima, ella no podía ser mas feliz, él me guiñaba un ojo desde la distancia y yo sonreí cómplice al intuir la decena de veces que ya había estado allí arriba.

Eso me lleve de aquellos días, el brillo de su mirada, las nubes tocando el suelo y e olor a humo impregnando en mi abrigo.

Por eso hoy, aunque este tan lejos , me ofrecí para encender el fuego, para llenarme los pulmones de recuerdos y poder transformar al fin, mis lagrimas en cenizas.

  

 

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