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LAS HISTORIAS DE QENA

Su destino final (parte sexta)

Su destino final (parte sexta)  

No pudieron seguir hablando, en ese mismo instante comenzaba la misa. Él asesino miró hacia arriba, hacia la bóveda en tinieblas, perturbada por los valientes haces de luz y de polvo que se colaban por los ventanales policromados del edificio. ¡Qué suerte la suya! No se lo podía creer. Era evidente que el destino estaba de su parte. Sí, era verdad, siempre encontraba el momento idóneo para concluir su trabajo; para purificarse y poder volver al vació de sus cuatro paredes. Sintió lástima. En cuestión de minutos, a lo sumo en un par de horas todo habría acabado. Y precisamente esta piltrafa a su lado, este viejo loco, charlatán y pesado, le facilitaba las cosas. Un júbilo inesperado lo invadió. Satisfecho escuchó paciente el apoteósico discurso de su víctima.

 

Eusebio López Aguirre era feo, feo hasta desagradar. Sin embargo, la fuerza de sus palabras movía masas. Razones no le faltaban para nombrar por su nombre a los terratenientes: culebras, explotadores, carroña, hasta demonios. Si él no hubiera estado ahí para matarlo, habría aplaudido incluso.

 

Transcurrían los minutos. La misa, el discurso y la cólera de un Díos justo, de un Díos para los pobres, llegaban a su fin. Esperó todavía unos minutos, hasta que la iglesia se vació. El párroco desapareció de su campo visual, pero sabía bien donde encontrarlo.

 

Se percató como las últimas tres personas en la iglesia, a parte de él y su victima, se congregaban en fila delante del confesionario, aguardando a que el párroco les absolviese de sus pecados. El primero en la fila, era un joven bien parecido, de pelo rubio, chupado, que cojeaba levemente de la pierna izquierda, vestido con un traje de franela gris. La segunda en comulgar, era una mujer muy gorda, con un traje estampado, de flores, que portaba un sombrero estrafalario. Era curioso, se acordaba de haberlos visto en el tren, durante el viaje. Y cómo no, por último el vejete, que no obstante, pudo localizar con facilidad al asesino, él cual precavido, se había sentado en un banco, oculto detrás de una columna. Le hacía señas, asomando la cabeza entre los pilares para que se acercara. No tuvo más remedio que aceptar este último desafío, antes de que todo terminase.

 

- En fin, me quería despedir de usted. Ha sido un placer conocerle – afirmó el anciano conmovido, tomando su mano entre las suyas.

 

- No, el placer ha sido el mío – tuvo que controlarse. Detestaba por propia experiencia las despedidas y odiaba aún mucho más toda posible muestra de cariño.

 

- ¿ Cuándo vuelve a casa? – preguntó otra vez el anciano sin soltar sus manos.

 

- Esta tarde – afirmó paciente.

 

- Bueno, en ese caso vaya con Díos, hijo.

 

- Y usted también abuelo.

 

Él era, por oficio, un maestro de la paciencia; pero jamás, en su larga carrera de sicario, había sentido una irritación tan grande, que ya rayaba la frontera entre la ansiedad y el desespero.

 

Era su turno, el viejito se arrodilló ante le confesionario. ¡Qué penas tendría este torturador de la palabra! A parte de su petaca de aguardiente.  El tiempo se hacía esperar. El viejito seguía de rodillas sin dejar de murmurar. Cuando ya pensaba seriamente en cargarse a los dos, el anciano se alzó por fin. Sonriéndole se alejó por los espacios vacíos de la iglesia y sus pasos se confundieron con el eco.

  

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