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LAS HISTORIAS DE QENA

La sala de embarque

La sala de embarque

Mi destino era el corazón de Islandia. Mi reto, encontrar aventuras y volver sano y salvo a mi casa, donde nadie conocía mis intenciones. Tenía dos horas de espera en aquel edificio de despedidas, bienvenidas y estancias cortas. Como la mía: yo venía de paso. Eran sólo ciento veinte minutos de escala en el aeropuerto de Charles de Gaulles, en París. Pero era el tiempo suficiente para que éste cumpliera sus tres funciones: saludarme con un cartel con la palabra “Bienvenido” en cinco idiomas, acompañarme durante estas dos horas y despedirme con otra señal que me deseara buen viaje en los mismos cinco idiomas.

Todavía no había bajado del avión cuando una libélula se estrelló contra la ventanilla por la que había estado todo el viaje evitando mirar, debido a mi poco gusto por los aviones y las alturas. Nunca había visto un insecto en una pista de aterrizaje, y entonces se desencadenaron todos esos pensamientos sobre primeras impresiones mientras buscaba la puerta por donde debería embarcar más tarde.

Aún me quedaba mucho tiempo y busqué una silla para sentarme. Nunca me han gustado esos asientos de plástico, que como los de cualquier sala de espera parece que están hechos así para que te canses de esperar y te marches antes de hacerles trabajar. Porque, siendo francos, el problema de urgencias de la sanidad pública no es el tiempo que tienes que aguardar para ser atendido, sino el lugar donde tienes que hacerlo.

 Usando ya uno de estos magníficos plásticos azulados, saqué la revista de viajes que compré en diciembre, que incluía un reportaje sobre la fría zona –a pesar de ser verano- a donde me dirigía. Antes de ponerme a leer, un joven sentado en el no más cómodo asiento de enfrente llamó mi atención. Sin más equipaje que una mochila de colegio, estaba escuchando una animada música con sus cascos pero permitiendo que yo la escuchara sin llegar a adivinar que canción era. El muchacho estaba intentando, sin demasiado éxito, poner atención en el cuadernillo en el que escribía. Usé la vieja forma con la que solía copiar en la universidad y alargué el cuello para leer su escrito. Apenas había una palabra legible, pero el idioma resultaba desconocido para mí. Sus ojos hablaban por sí mismos, decían que su pensamiento no era capaz de escribir nada coherente; su inspiración se debió de quedar en el avión. Es una lástima que ésta no actúe como la sombra.

Lloraba con calma, dejando caer las lágrimas una a una, sin precipitarse; sin ganas de poner un muro a la salida de sus sentimientos, que caían débilmente en forma de gotas de agua salada. Parece que, aunque con pena, estaba disfrutando mientras lloraba; quizá estuviera recordando los buenos momentos de un viaje del que regresaba, o de la vida que dejaba atrás para comenzar una nueva.

 Notó que le estaba mirando, y no se ruborizó ni se mostró inquieto, no se secó las lágrimas ni fingió una serenidad que hubiera sido imposible creer. Continuó llorando, disfrutando; como si no fuera a parar hasta que los sentimientos ya no pudieran transformarse en agua.

Me dieron ganas de preguntarle los motivos, de escucharle durante horas, de quizá acabar llorando yo también. Esto último no sería difícil, pues noté que aunque tragaba saliva no conseguía pasar ese nudo que se me había formado en la garganta. Pero había algo que me contenía, no era capaz de articular palabra. Si finalmente me decidiera a preguntar; quizá se hubiera sentido intimidado, o igual hubiera estado encantado de contar a alguien desconocido las razones, una por una, de cada lágrima.

Todas mis dudas se disiparon cuando vi en su macuto entreabierto un diccionario de inglés-alemán. Aunque podríamos habernos comunicado en la lengua inglesa, no quise forzarlo; pues si ya le hubiera resultado difícil expresar ciertos sentimientos en la lengua materna, no hablemos ya de intentar explicar cierta pena en un idioma ajeno a una persona cuya lengua tampoco era el inglés. Además, los alemanes siempre han tenido cierta fama de fríos, y quizá no tuviera ninguna gana de hablar de un tema que le provocaba un llanto apaciguado. Pero esa mirada guardaba muchos recuerdos e ilusiones que debían ser contados. Por fin decidí que si quisiera hablar el mismo daría señales para ello. Una decisión de la que me arrepentiría toda mi vida.

Guardó el cuaderno en el que apenas habría escrito cuatro líneas y sacó un enorme bocadillo envuelto en papel albal que una vez estuvo libre, mordió sin demasiado ahínco; mientras algunas lágrimas cada vez más lentas y finas seguían formando un pequeño charco en el suelo tras descender por sus mejillas.

Aunque no hacía tanto calor como otros años en el mes de julio, el muchacho iba demasiado abrigado para el tiempo que hacía: unas botas de monte manchadas de barro, pantalones vaqueros en los que, sin quitárselos, hubiera podido meter toda su pena si quisiera; y una sudadera amplia en la que se leía “libertad” en inglés. Al leer aquella palabra pensé que quizá se sintiera esclavo de sus recuerdos y necesitaba contarlo al mundo, entonces quizá no le hubiera importado hablar de ello. Lástima que la decisión ya la había tomado, y aunque titubeé unos segundos no la cambié.

 Miró su muñeca izquierda, donde llevaba una pulsera de cuero negro y un reloj digital, y se levantó cogiendo su mochila. De camino a la puerta de embarque, se paró en una papelera para tirar el albal de su bocata y quizá algún sentimiento; esta vez sí, se secó la cara y sacó su billete. Le perdí de vista cuando caminaba arrastrando los pies por aquel pasillo que le llevaría a su avión. Parecía no querer marcharse, parecía querer quedarse en aquel edificio de las tres funciones. Pensé que quizá lo que realmente quería era explicarme su historia, pero deseché esta idea al pensarlo dos veces.

Me dieron ganas de coger ese avión, de seguirle, de preguntarle. Pero como otras muchas veces, eran unas ganas impulsivas, de las que no solía llevar a cabo y a veces me arrepintiera por ello. En aquel momento no supe adivinar que esta vez sería una de esas en las que maldecía mi persona y todo lo que se a ella concernía.

Sin darme cuenta había pasado una hora de mi vida intentando vivir la de un joven con lágrimas sinceras, y aún hoy ese chico sigue dando vueltas por mi cabeza, todavía llorando.

Intenté concentrarme en mi revista, pero mi mirada iba directa al asiento de plástico donde había estado sentado el chaval. Mis pensamientos iban más allá: ya habían hecho por lo menos diez hipótesis sobre el motivo de su llanto. Debía estar nervioso, con cierto sentimiento de culpa por no haber avisado a nadie; pensando en lo que aquel viaje me esperaba y cómo me cambiaría, pues todos mis anteriores viajes me habían marcado de alguna forma.

En la hora siguiente no conseguí pensar en otra cosa. Salí a la calle para fumarme un cigarro, que aunque no lo hiciera a menudo disfrutaba con ello. Pasaba gente, y algunos, como el joven de las lágrimas ordenadas, caminaban absortos en sus recuerdos. Otros pensarían que yo también lo estaba, pero lo que ellos no sabían era que en aquel momento mis recuerdos pretendían penetrar en los de un chaval desconocido e intentar adivinar cuánto tiempo tardó en secarse interiormente.

Llegó la hora de coger mi vuelo, y esos pensamientos volaron conmigo. Durante toda mi estancia en Islandia no pude usar mi cabeza para otra cosa, incluso en algún momento me sorprendí con lágrimas en los ojos, pero éstas eran lágrimas rápidas, desordenadas, impacientes por salir. Quizá el llorar fuera un arte, y yo aún no lo había comprendido.

 No pasó una semana cuando ya estaba de vuelta en casa. Los recuerdos no me dejaron disfrutar del viaje. De hecho, cuando un amigo me preguntó que qué me había aportado este viaje, contesté que había aprendido que realmente no sabía no llorar. No sabría describir su gesto facial de aquel momento. “¿Has ido a Islandia para volver diciendo esa gilipollez, que no sabes llorar?”. Mayor fue su asombro cuando le expliqué que no me hizo falta llegar a mi destino. Que sin acabar el vuelo de ida ya llegué a esa conclusión. Que dediqué todos mis días en esa isla en reafirmarla. Pero el no conocía a nadie que llorara de tal forma como lo hacía aquel chaval, y yo no estaba dispuesto a explicárselo.

 Aún hoy, dos años después, no he aprendido a llorar. He buscado a aquel muchacho durante todo mi tiempo libre. He vuelto, una y mil veces, a esa sala de espera de Charles de Gaulles. He escrito anuncios en las páginas de contactos de los periódicos de su país y he ido a algunos programas de televisión y de radio. Se trata de una búsqueda difícil, quizá imposible; pero aquel chico de lágrimas limpias y ordenadas significó en mi vida un antes y un después. No hay día que no recuerde ese pequeño charco que formó tan sutilmente.

Si hubiera hablado con él aquella tarde de julio quizá conocería el arte de las lágrimas tan bien que no dudaría en ir a un aeropuerto a hacerlo, aunque tuviera que pasarme horas sentado en esas incómodas sillas de plástico azul.

  

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