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LAS HISTORIAS DE QENA

Hospital

Hospital  

Después de pasarte 9 meses a cuerpo rey, en tu útero, calentito y sin ningún problema, lo que se dice de puta madre, y justo cuando tus constantes vitales están totalmente desarrolladas y estás disfrutando más del chollo, te llevan a un hospital, te invaden el garito y te sacan de allí por las buenas. Y encima va y el médico te mete una leche. Y eso que es la primera vez que vas.

 

Así no me extraña que la gente tenga ese odio irracional hacia los hospitales. ¡Son como los payasos de los cumpleaños! A ningún niño les gusta y dan muy mal rollo. Porque los recuerdos más terroríficos son los que se tienen en la infancia; ¿y qué es más terrorífico que un médico con una aguja, a lo Re-Animator, dispuesto a metértela por el culo? ¿Que te dice que no te va a doler? ¿Pero que el más ínfimo contacto de la aguja con la piel te transporta a una caldera en lo más profundo del infierno? El médico te mira, te dice “te has portado muy bien”con cara de que se lo dice a todo el mundo y va y te da una piruleta. Con la consabida coletilla:

 

-Pero tiene que ser de limón, que de fresa no me quedan, ¿eh, campeón?

 

Yo, señores, yo odiaba las piruletas de limón. A mí me gustaban las de fresa. O sea, encima de que el tío te ha puesto suave, va y te dice que “de fresa no me quedan”. Pero claro, después de refregarte por el suelo, llorar como una fallera y gritar que te quieres morir mil veces, no te mereces la piruleta de fresa, que las tienen guardadas en un cajón. ¡Tráfico de piruletas!

 

Y hablando de piruletas, sé que esto está muy visto, pero no negarán que la comida del hospital no es precisamente deliciosa como una piruleta. {¡Aunque sea de limón!} Aquello más bien parece el vómito de la niña del exorcista con tropezones de regalo, y de postre te ponen un yogur ácido que te succiona la mejilla. Que si guisantes que explotan nada más pincharlos con el tenedor, que si zumitos de naranja con toda la pulpa flotando que parece el cerebro de un mono, o demás rastrojos verdes putrefactos.

 

Que yo me pregunto… si un tío que se pasa un mes comiendo hamburguesas acaba mal… ¿cómo acabará quien se pase un mes comiendo de la bandeja del hospital? Los guisantitos, el zumo de naranja a punto de huevo revuelto o la sopa pastosa del color del cielo al anochecer, ¡un asco! Si es que ya me imagino la escena. Cuando fallece alguien en la camilla, ahí va el médico todo serio:

 

-Hora de la muerte: 17 y 4 minutos de la tarde. Causa…

 

¡No! ¡Muy mal! Eso se puede evitar, porque si cuando le están reanimando uno dice:

 

-¡5 mililitros de adrenalina!

 

Otro dice:

 

-¡Descarga! ¡Todos fuera!

 

Y finalmente el experto suelta:

 

-¡No responde! ¡Rápido, 100 gramos del cocido de su madre directamente al corazón pero ya!

 

Las cosas, los malos rollos de las muertes en los hospitales y las negligencias médicas, irían mejor.

 

Eso sí, los únicos que parecen inmunes son los ancianos, pero estos si pasan de los 75 ya son indestructibles. Como han pasado una guerra… Ah, los viejos, esos entrañables personajes que se pasan en el hospital más tiempo que los propios enfermeros, sólo comparables con los viejos de banco (esos que se tiran media hora para pasarse veinte euros a esta cuenta y luego sacar un dinerillo, pero sólo en monedas de dos céntimos que luego se lían, y etc…). Tú estás con dolores en el estómago y tienes a una vieja medio sorda al lado leyendo el Pronto. De repente te dice:

 

-¿Y a ti que té pasa, chiquillo?

 

Tú la miras con ojos de león de la sabana en plena carrera detrás de un impala, y sin que té de tiempo a contestar te suelta:

 

-Mi Aurelio, que en paz descanse, tenía lo mismo que tú –todo esto dándote palmaditas en el muslo y como si estuviera enumerando la plantilla del Valencia- y le detectaron un piedra en el riñón que se lo tuvieron que sacar con un tubo de aspiradora que le metieron por la ingle. Al final el pobre se me murió de los dolores, porque se rumorea que este hospital anda escaso de anestesia.

 

¡Horroroso! Ves pasar tu vida como en diapositivas, se te hace un nudo en el cerebro y acabas por cambiarte de banco… y te sientas al lado de una mujer ojerosa de pelo lacio con un crío que con 39 de fiebre no para quieto, que si se sube encima de la silla, que si intenta hacer una voltereta por el suelo, empieza a bailar… La madre le dice:

 

-Hijo, estate quieto.

 

Y el crío ni caso, no para hasta que acaba vomitando el Cola cao encima de tus zapatos. Aquí ya no aguantas más, te levantas y té quedas de pie esperando tu turno. Esto también es un espectáculo. Vas detrás de un hombre con un parche en el ojo, el niño toca pelotas, otro que también tiene fiebre –te piensas que te tocará enseguida-, pero, ¡maldición!, Delante dé ti está la vieja medio sorda del Pronto que va a estar como mínimo 3 horas.

 

En fin, si algo bueno tienen los hospitales son las enfermeras. Sus cofias, ese traje blanco que da tanto morbo… ¡Qué gran mentira nos enseñaron las películas porno! Ni ligueros, ni escotes, ni “túmbese en la cama que mi compañera y yo le vamos a hacer una inspección a fondo”. ¡Nada en absoluto! Por no tener no tienen ni gracia. Porque se pasan todo el día puteadas (nunca mejor dicho) por los niños vomitones y las viejas lectoras del Pronto que van allí sólo para conversar.

 

Para no aburrirse con la espera, propongo un pequeño juego: si uno se pasea por un hospital, puede adivinar ciertos lugares sólo con fijarse en pequeños detalles. Por ejemplo, un lugar con gente que no cesa de cambiar la postura (brazos cruzados, mirada perdida a un rincón, tarareos incomprensibles), eso es otra sala de espera y además con mucha espera. Si ves a Drácula, ahí se hacen las transfusiones de sangre. Un lugar blanco, limpio, amplio, higiénico, de todo menos un cuarto de baño. Un lugar oscuro, pequeño, antiséptico, ahí sí que te has metido en el baño o bien en el cuarto de las escobas. Si hay un tío alto, vestido de negro y con una guadaña, enfermos terminales.

 

Y cómo no, no podía faltar. Hay un sitio inconfundible: sólo hay hombres que se estiran de los pelos y rezan algunas plegarias a dios, algo fondones que, si estuviera permitido, fumarían como locos. Eso son las parideras. O maternidad, si hay alguien que prefiera el término técnico. Allí miles de papás esperan ansiosos a sus esposas cargadas con algo parecido a máquinas tragaperras, salvo que nunca dan premio (bueno, algún que otro regalito en forma de churro sí que dan).

 

Yo, cuando sea ya mayor y haya pasado alguna guerra, pienso pasarme el día en el hospital molestando a todo lo que se mueva. Se sentará alguien a mi lado que se masajea el hombro y le diré:

 

-Ay pobre, qué mal aspecto.

 

Me mirará con cara de loba enloquecida y, sin tiempo a contestar, le daré palmaditas en el muslo:

 

-Pues a mi Jacinta, que en paz descanse, le dolía el hombro y le tuvieron que implantar unas barritas metálicas a través del sobaco que estuvo siete meses con el brazo en alto. Al final se suicidó comiéndose siete yogures de la bandeja, ¿sabes?

 

Y entonces veré a algún niño con el diablo en el cuerpo y le daré tal colleja que se va a pasar media vida rapeando como las palomas. Luego me cagaré en todas las sopas de las bandejas sin que lo sepa nadie y escupiré gargajos en los zumos.

 

A medio camino engancharé a alguna enfermera. Empezaré a comerle la oreja hablándole de mi pobre Jacinta hasta que le estalle la cabeza. No contento con eso, iré a la sala de maternidad a amargarles más la vida a los hombres rezadores de plegarias. Y si veo que un solo médico le sacude a un recién nacido, lo denunciaré por malos tratos. Y finalmente, montaré el pollo del siglo.

 

Entraré en la habitación del médico que me daba piruletas de limón. Cogeré la aguja asesina que tiene y la llenaré con yogur ácido y se la pondré en la yugular (lógico pues por ahí va el yogur) y le amenazaré con pincharle si no abre el cajón con las piruletas de fresa. Porque yo, de pequeño, yo odiaba las piruletas de limón. A mí lo que me gustaba eran las piruletas de fresa.

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