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LAS HISTORIAS DE QENA

El extraño

El extraño

Dentro, las lámparas de aceite proyectan sombras siniestras sobre los parroquianos de la taberna. El antro de paredes de adobe está abarrotado, un islote de luz y calor en medio de la helada oscuridad. Pero nadie se sienta conmigo. A mi alrededor, intangible, se levanta un muro casi infranqueable de respeto, odio y  miedo...

 

¿Cómo pudo soportarlo durante tanto tiempo? Apenas llevo cinco años con su carga y ya tengo el pelo blanco hasta la raíz. A veces pienso que me gustaría renunciar, ser sólo una desgraciada más viviendo una vida anónima en una de estas pueblos. A veces el poder de la diosa es demasiado excitante, y ninguno de estos pensamientos dura demasiado.

 

A él no parecía afectarle lo que era. Su alegría era contagiosa, como un vino que llenase el corazón de ligereza y el alma de sueños. Pero no siempre sonreía. Y en ocasiones su cólera era tan terrible como el sonido del trueno. Recuerdo una ocasión en que llegamos a una localidad de pescadores. Recuerdo el mar brillando como una turquesa a mediodía, y los voces de las aves peleando por los despojos de la pesca, abajo, entre las barcas. Cuando entramos en el poblado, la hostilidad de los habitantes se alzó ante nosotros como un muro. Hacía calor, y padre llevaba la capucha retirada. El sol arrancaba reflejos dorados al símbolo de la diosa sobre su frente. Pero los aldeanos habían perdido el temor a los dioses. Demasiadas desgracias, demasiada desesperación para seguir rezando a unas deidades que les habían olvidado. Al llegar a la plaza central, apenas un sucio claro entre las casas, encontramos un círculo de rostros amenazadores. Padre pidió comida y refugio. Se lo negaron. La discusión subió de tono. De repente, una piedra apareció volando de ninguna parte y me hirió en la cabeza. Grité... y fue como si mi grito resonara en todas y cada una de las casas, elevando un clamor ensordecedor hacia el cielo. A nuestro alrededor, los campesinos se desplomaron con una expresión de terrible sufrimiento en sus rostros. Un instante después, todo había pasado. El sol seguía brillando cálido y acogedor. Pero la aldea estaba en silencio, un silencio sólo roto por los sollozos de los hombres, mujeres y niños rozados por el dedo de la diosa, invocada por mi padre...

 

Aquel día no murió nadie, pero no siempre fue así. Podría señalar a cualquiera dentro de esta taberna y con un simple pensamiento proporcionarle un éxtasis inmenso, infinito... o hacerle revolcarse por el suelo de dolor, como aquellos desgraciados de la aldea sin nombre. También podría convertirle en una pulpa sanguinolenta que nadie reconocería como un ser humano, o transformar esta aldea en un lago de lava humeante en apenas unos segundos. Todos a mi alrededor lo saben. Por eso me temen y me huyen. Y por eso le temían a él.

 

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