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LAS HISTORIAS DE QENA

Recuerdos...

Recuerdos...  

La imagen de aquella niña la había perseguido a lo largo de su vida. Surgía con tanta nitidez que se había convertido en el enigma que necesitaba descubrir.

 

A veces, cuando viajaba en autobús, o cuando dejaba de escuchar al profesor de economía en clase, la volvía a ver, pequeña, descalza, el pelo le caía sobre los ojos ocultándole la cara, la luz del atardecer dejaba ver una puerta próxima, pero siempre cerrada.

 

Intuía, que aquella calle escalonada desde la que se le presentaba, pertenecía al pueblo donde había nacido, pero las veces que procuró investigarlo durante alguna conversación con su madre, no consiguió información de utilidad. Siempre estuvo segura, que ninguna de sus preocupaciones, por importante que fuera, resultaba merecedora de la atención de su progenitora.

 

Recibió con alegría la llegada de las vacaciones, el ambiente cerrado de aquella residencia de estudiantes la asfixiaba e incluso el escuchar sólo hablar inglés, contribuía a agravar su crónica sensación de desubicación. Pero cuando llevaba tres días en casa, sintió que allí no tenía nada que hacer. Inventó que se iba de camping unos días a la sierra con unas amigas, a su madre le hubiese parecido una barbaridad que quisiera ir a aquel pueblo miserable en el que sólo quedaban tres o cuatro viejos, así que sin dar más explicaciones, metió algo de ropa en una mochila y subió al tren para viajar al lugar que no visitaba desde hacía años.

 

Cuando vió la torre de la iglesia, su reloj marcaba las 19.25. El taxista se extrañó que le dijese que habían llegado, le preguntó si estaba segura que allí vivía alguien, y sólo se quedó más tranquilo cuando aceptó la tarjeta con su número de teléfono por si tenía que regresar a recogerla.

 

Dedicó una mirada de indiferencia a la enorme y lujosa casa que sus padres habían hecho construir a las afueras. En una época solían pasar allí el día de la fiesta, el tiempo suficiente para ir a la misa, la procesión y disfrutar de una comida en familia con personas a las que no volvían a ver hasta el próximo año. Pronto se dio cuenta, ya adolescente, que la existencia de aquella casa, sólo respondía al interés de manifestar las diferencias, cualquier idea de mezclarse con el resto de vecinos, estaba totalmente descartada.

 

Los que en otro tiempo vivieron de trabajar la tierra, se vieron obligados a marchar para ganarse la vida pasando diez horas en una de las fábricas de una lejana ciudad. Su padre pasó a beneficiarse de la explotación de aquellos campos, pagando una miseria a unos propietarios únicamente ocupados en conseguir una existencia más cómoda, y recogiendo el fruto de la venta del trigo que daban, en tal cantidad que alcanzó no sólo para los internados en la capital, sino también para las universidades extranjeras de algunos de sus hijos.

 

Continuó la línea de la carretera. A la derecha las casas eran escasas, dejando lugar a las acacias, los olmos y las moreras, y más allá los campos que se perdían en la lejanía. A la izquierda se agrupaban con mayor ahínco, y entre ellas, de vez en cuando, un callejón ascendía hasta otra calle trasera. Se fue fijando en cada uno de ellos, segura que cualquiera podía corresponder al de la fotografía que con tanta insistencia le mostraba su imaginación.

 

Y de repente apareció, estrecho, ascendiendo de modo salvaje, los escalones se podían reconocer, aunque el tiempo se había empeñado en erosionar sus bordes. Temblando de emoción empezó a ascender con lentitud y pronto descubrió a la izquierda la entrada de lo que debió ser una pequeña casa. La puerta era baja, de madera carcomida y con las partes metálicas, cerradura, bisagras y adornos, oxidadas.

 

Se interrumpió al escuchar una especie de silbido, aceleró el paso hacia arriba con la esperanza de descubrir a su autor. El callejón de sus sueños desembocaba en una zona amplia desde la que divisó, lo que debía ser una vivienda, situada en un montículo. Salía humo de la chimenea. Según se aproximaba, vio a un hombre de mediana estatura y unos cuantos perros y gatos a su alrededor. Entonces recordó al tío Toribio, según había escuchado en casa, Los tres o cuatro viejos que quedaban en el pueblo, se iban con sus hijos en el invierno, pero él no los había tenido, y rechazaba todo ofrecimiento de ingresar en una residencia.

 

Él la vio llegar sin asombrarse apenas, como si fuese uno más de los animales que recogía cada atardecer. Ella mintió cuando le preguntó que de quien era, diciendo el primer nombre que pudo recordar. Su único propósito era saber quien había habitado aquella casita que acababa de ver y a ese objetivo dedicó todas las preguntas que le fue formulando.

 

Así consiguió que le contase que allí había vivido una hermana de la dueña del chalet. Era una chica alegre, aunque pronto empezaron a decir que no estaba bien de la cabeza. Recordaba lo bien que bailaba cuando él tocaba el acordeón en la plaza, durante las fiestas, los hombres se disputaban los mejores sitios para verla. Por eso todo el mundo dio por bueno cuando se empezó a correr la noticia que le habían hecho un hijo. El nombre del padre nunca se supo, pues a aquella loca le gustaba restregarse con unos y con otros, incluso la vieron revolcarse en la era con algún casado. Pero claro, su hermana lo tapó todo, desapareció unos meses del pueblo, dicen que estuvo en su casa de la ciudad y volvió como si nada hubiese pasado. De la criatura nada se supo, la gente creía que perdería a su madre, pero acabaría en buenos colegios. Ella ya no volvió a ser lo que era, hasta que unos años después se fue con uno de esos que venían a trabajar en la nueva carretera, de esos que ni se sabe de dónde son y vete tú a saber la vida que le habrá dado.

 

Soportó como pudo el torbellino de emociones que se agolparon en su pecho, hasta que pudo hacer una pausa en aquellas ansias de hablar que tenía el tío Toribio. Después volvió a bajar por la calle, impaciente por llevar a la acción la escena lógica que debía seguir a la imagen de aquella niña, que desolada, había permanecido tanto tiempo ante las escaleras. Empujó la puerta que cedió con facilidad a su presión. La entrada era pequeña y se había reducido con un montón de escombros que habían caído del piso superior. Con el pie limpió un poco uno de los rincones, extendió su saco de dormir y se acurrucó en él. A pesar de lo inhóspito y extraño del entorno, un sueño la envolvió de inmediato, como un velo de plumas y algodón, que le proporcionó lo que más necesitaba en ese momento, calor y una agradable sensación de protección.

 

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